miércoles, 26 de septiembre de 2012

CAPITULO 73: LOS ULTIMOS AÑOS DE DAVID

LA DERROTA de Absalón no trajo inmediatamente la paz al reino. Era tan grande la parte de la nación que se había unido a la rebelión, que David no quiso volver a la capital ni reasumir su autoridad sin que las tribus le invitasen a hacerlo. En la confusión que siguió a la derrota de Absalón, no se tomaron providencias inmediatas y decididas para llamar al rey, y cuando al fin la tribu de Judá inició el plan de hacer volver a David, se despertaron los celos de las otras tribus, y como consecuencia se desató una contrarrevolución. Pero ésta fue rápidamente sofocada, y la paz volvió a reinar en Israel.
La historia de David ofrece uno de los más impresionantes testimonios que jamás se hayan dado con respecto a los peligros con que amenazan al alma el poder, la riqueza y los honores, las cosas que más ansiosamente codician los hombres. Pocos son los que pasaron alguna vez por una experiencia mejor adaptada para prepararlos para soportar una prueba semejante. La juventud de David como pastor, con sus lecciones de humildad, de trabajo paciente y de cuidado tierno por los rebaños, la comunión con la naturaleza en la soledad de las colinas, que desarrolló su genio para la música y para la poesía, y dirigió sus pensamientos hacia su Creador; la prolongada disciplina de su vida en el desierto, que le hacían manifestar valor, fortaleza, paciencia y fe en Dios, habían sido cosas de las que el Señor se valió en su preparación para ocupar el trono de Israel. David había tenido preciosas indicaciones del amor de Dios y había sido abundantemente dotado de su Espíritu; en la historia de Saúl había visto cuán absolutamente inútil es la sabiduría meramente humana. No obstante, el éxito y los honores mundanos habían debilitado tanto el carácter de David que repetidamente fue vencido por el tentador. Las relaciones con los pueblos paganos provocaron un deseo de seguir las costumbres nacionales de éstos, y encendieron una ambición de grandeza terrenal. Como pueblo de Jehová, Israel había de recibir honores; pero a medida que aumentaron su orgullo y confianza en sí, los israelitas no se conformaron con esa preeminencia. Se preocupaban más por su posición entre las otras naciones. Este espíritu no podía menos que atraer tentaciones. Con el objeto de extender sus conquistas entre las naciones extranjeras, David decidió aumentar su ejército y requerir servicio militar de todos los que tuviesen edad apropiada. Para llevar a cabo este proyecto, fue necesario hacer un censo de la población. El orgullo y la ambición fueron lo que motivó esta acción del rey. El censo del pueblo revelaría el contraste que había entre la debilidad del reino cuando David ascendió al trono y su fortaleza y prosperidad bajo su gobierno. Esto tendería aun más a fomentar la ya excesiva confianza en sí que sentían tanto el rey como el pueblo. Las Escrituras dicen: "Satanás se levantó contra Israel, e incitó a David a que contase a Israel." (Véase 1 Crónicas 21.) La prosperidad de Israel bajo el gobierno de David se debía más a la bendición de Dios que a la habilidad de su rey o a la fortaleza de su ejército. Pero el aumento de las fuerzas militares del reino daría a las naciones vecinas la impresión de que Israel confiaba en sus ejércitos, y no en el poder de Jehová. Aunque el pueblo de Israel sentía orgullo de su grandeza nacional, no vio con buenos ojos el proyecto de David de extender tanto el servicio militar. La leva propuesta causó mucho descontento; en consecuencia se creyó necesario emplear los oficiales militares en lugar de los sacerdotes y magistrados que anteriormente habían tomado el censo. El objeto de esta empresa era directamente contrario a los principios de la teocracia. Aun Joab protestó a pesar de que hasta entonces se había mostrado tan sin escrúpulos. Dijo él: "Añada Jehová a su pueblo cien veces otros tantos. Rey señor mío, ¿no son todos estos siervos de mi señor? ¿para qué procura mi señor esto, que será pernicioso a Israel? Mas el mandamiento del rey pudo más que Joab. Salió por tanto Joab, y fue por todo Israel; y volvió a Jerusalem." Aun no se había terminado el censo, cuando David se convenció de su pecado. Condenándose a sí mismo, dijo: "He pecado gravemente en hacer esto: ruégote que hagas pasar la iniquidad de tu siervo, porque yo he hecho muy locamente." A la mañana siguiente el profeta Gad le trajo a David un mensaje: "Así ha dicho Jehová: Escógete, o tres años de hambre , o de ser por tres meses deshecho delante de tus enemigos, y que la espada de tus adversarios te alcance; o por tres días la espada de Jehová y pestilencia en la tierra, y que el ángel de Jehová destruya en todo el término de Israel: mira pues qué he de responder al que me ha enviado." La contestación del rey fue: "En grande angustia estoy: ruego que caiga en la mano de Jehová, porque sus miseraciones son muchas, y que no caiga yo en manos de hombres." (2 Sam. 24: 14) La tierra fue herida por una pestilencia, que destruyó a setenta mil personas en Israel. La pestilencia no había llegado a la capital cuando "alzando David sus ojos, vio al ángel de Jehová, que estaba entre el cielo y la tierra, teniendo una espada desnuda en su mano, extendida contra Jerusalem. Entonces David y los ancianos se postraron sobre sus rostros, cubiertos de sacos" El rey imploró a Dios en favor de Israel: "¿No soy yo el que hizo contra el pueblo? Yo mismo soy el que pequé, y ciertamente he hecho mal; mas estas ovejas, ¿qué han hecho? Jehová Dios mío, sea ahora tu mano contra mí, y contra la casa de mi padre, y no haya plaga en tu pueblo." La realización del censo había causado desafecto entre el pueblo; pero éste había participado de los mismos pecados que motivaron la acción de David. Así como el Señor, por medio del pecado de Absalón, trajo castigos sobre David, por medio del error de David, castigó los pecados de Israel. El ángel exterminador se había detenido en las inmediaciones de Jerusalén. Estaba en el monte Moria, "en la era de Ornán Jebuseo." Por indicación del profeta, David fue a la montaña, y edificó allí un altar a Jehová, "y ofreció holocaustos y sacrificios pacíficos, e invocó a Jehová, el cual le respondió por fuego de los cielos en el altar del holocausto." "Y Jehová se aplacó con la tierra, y cesó la plaga de Israel." (2 Sam. 24: 25.) El sitio en que se construyó el altar, que de allí en adelante había de considerarse como tierra santa para siempre, fue obsequiado al rey por Ornán. Pero el rey se negó a recibirlo. "No, sino que efectivamente la compraré por su justo precio: porque no tomaré para Jehová lo que es tuyo, ni sacrificaré holocausto que nada me cueste. Y dio David a Ornán por el lugar seiscientos siclos de oro por peso." Este sitio, ya memorable por ser el lugar donde Abrahán había construido el altar para ofrecer a su hijo, y era ahora santificado por esta gran liberación, fue posteriormente escogido como el sitio donde Salomón erigió el templo. Otra sombra aún había de obscurecer los últimos años de David. Había llegado a la edad de setenta años. Las penurias y vicisitudes de su vida errante en los días de su juventud, sus muchas guerras, los cuidados y las tribulaciones de sus años ulteriores, habían minado su vitalidad. Aunque conservaba su claridad y vigor mentales, la debilidad y la edad, con el consiguiente deseo de reclusión, le impedían comprender rápidamente lo que sucedía en el reino, y nuevamente surgió la rebelión a la sombra misma del trono. Otra vez se manifestó el fruto de la complacencia paternal de David. El que ahora aspiraba al trono era Adonía, hombre "de hermoso parecer" en su persona y porte, pero sin principios de ninguna clase, y temerario. En su juventud se le había sometido a muy poca restricción y disciplina; pues "su padre nunca lo entristeció en todos sus días con decirle ¿Por qué haces así?" (Véase 1 Reyes 1.) Ahora se rebeló contra la autoridad de Dios, que había designado a Salomón como sucesor de David en el trono. Tanto por sus dotes naturales como por su carácter religioso, Salomón estaba mejor capacitado que su hermano mayor para desempeñar el cargo de soberano de Israel; no obstante, aunque la elección de Dios había sido indicada claramente, Adonía no dejó de encontrar adherentes. Joab, aunque culpable de muchos crímenes, había sido hasta entonces leal al trono; pero ahora se unió a la conspiración contra Salomón, como también lo hizo Abiathar, el sacerdote. La rebelión estaba madura; los conspiradores se habían reunido en una gran fiesta en las cercanías de la ciudad para proclamar rey a Adonía, cuando sus planes fueron frustrados por la rápida acción de unas pocas personas fieles, entre las cuales las principales eran Sadoc, el sacerdote, Natán, el profeta, y Betsabé, la madre de Salomón. Estas personas presentaron al rey cómo iban las cosas y le recordaron la instrucción divina de que Salomón debería sucederle en el trono. David abdicó inmediatamente en favor de Salomón, quien fue en seguida ungido y proclamado rey. La conspiración fue aplastada. Sus principales actores habían incurrido en la pena de muerte. Se le perdonó la vida a Abiathar, por respeto a su cargo y a su antigua fidelidad hacia David; pero fue destituido del puesto de sumo sacerdote, que pasó al linaje de Sadoc. A Joab y Adonía se les perdonó por el momento, pero después de la muerte de David sufrieron la pena de su crimen. La ejecución de la sentencia en la persona del hijo de David completó el castigo cuádruple que atestiguaba el aborrecimiento en que Dios tenía el pecado del padre. Desde los mismos comienzos del reinado de David, uno de sus planes favoritos había sido el de erigir un templo a Jehová. A pesar de que no se le había permitido llevar a cabo este propósito, no había dejado de manifestar celo y fervor por esa idea. Había suplido una gran abundancia de los materiales más costosos: oro, plata, piedras de ónix y de distintos colores; mármol y las maderas más preciosas. Y ahora estos tesoros de valor incalculable, reunidos por David, debían ser entregados a otros; pues otras manos que las suyas iban a construir la casa para el arca, símbolo de la presencia de Dios. Viendo que su fin se acercaba, el rey hizo llamar a los príncipes de Israel y a hombres representativos de todas las partes del reino, para que recibieran este legado en calidad de depositarios. Deseaba hacerles su última recomendación antes de morir y obtener su acuerdo y su apoyo en favor de esta gran obra que había de llevarse a cabo. A causa de su debilidad física, no se había contado con que él asistiera personalmente a esta entrega; pero vino sobre él la inspiración de Dios y con aun mayor medida de fervor y poder que de costumbre pudo dirigirse por última vez a su pueblo. Le expresó su deseo de construir el templo y le manifestó el mandamiento del Señor de que la obra se encomendara a Salomón, su hijo. La promesa divina era: "Salomón tu hijo, él edificará mi casa y mis atrios. porque a éste me he escogido por hijo, y yo le seré a él por padre. Asimismo yo confirmaré su reino para siempre, si el se esforzara a poner por obra mis mandamientos y mis juicios, como aqueste día." "Ahora pues -dijo David,- delante de los ojos de todo Israel, congregación de Jehová, y en oídos de nuestro Dios, guardad e inquirid todos los preceptos de Jehová vuestro Dios, para que poseáis la buena tierra, y la dejéis por heredad a vuestros hijos, después de vosotros perpetuamente." (Véase 1 Crónicas 28, 29.) David había aprendido por su propia experiencia cuán duro es el sendero del que se aparta de Dios. Había sentido la condenación de la ley quebrantada, y había cosechado los frutos de la transgresión; y toda su alma se conmovía de solicitud y ansia de que los jefes de Israel fuesen leales a Dios y de que Salomón obedeciese la ley de Dios y evitase los pecados que habían debilitado la autoridad de su padre, amargado su vida y deshonrado a Dios. David sabía que Salomón necesitaría humildad de corazón, una confianza constante en Dios, y una vigilancia incesante para soportar las tentaciones que seguramente le acecharían en su elevada posición; pues los personajes eminentes son el blanco especial de las saetas de Satanás. Volviéndose hacia su hijo, ya reconocido como quien debía sucederle en el trono, David le dijo: "Y tú, Salomón, hijo mío, conoce al Dios de tu padre, y sírvele con corazón perfecto, y con ánimo voluntario; porque Jehová escudriña los corazones de todos, y entiende toda imaginación de los pensamientos. Si tú le buscares, lo hallarás; mas si lo dejares, él te desechará para siempre. Mira, pues, ahora que Jehová te ha elegido para que edifiques casa para santuario: esfuérzate, y hazla." David dio a Salomón instrucciones minuciosas para la construcción del templo, con modelos de cada una de las partes, y de todos los instrumentos de servicio, tal como se los había revelado la inspiración divina. Salomón era todavía joven y habría preferido rehuir las pesadas responsabilidades que le incumbirían en la erección del templo y en el gobierno del pueblo de Dios. David dijo a su hijo: "Anímate y esfuérzate, y ponlo por obra; no temas, ni desmayes, porque el Dios Jehová, mi Dios, será contigo: él no te dejará ni te desamparará." Nuevamente David se volvió a la congregación y le dijo "A solo Salomón mi hijo ha elegido Dios; él es joven y tierno, y la obra grande; porque la casa no es para hombre, sino para Jehová Dios." Y continuó diciendo: "Yo empero con todas mis fuerzas he preparado para la casa de mi Dios," y procedió a enumerar los materiales que había reunido. Además dijo: "A más de esto, por cuanto tengo mi gusto en la casa de mi Dios, yo guardo en mi tesoro particular oro y plata que, además de todas las cosas que he aprestado para la casa del santuario, he dado para la casa de mi Dios; a saber, tres mil talentos de oro, de oro de Ophir, y siete mil talentos de plata afinada para cubrir las paredes de las casas." Y preguntó a la congregación que había traído sus ofrendas voluntarias: "¿Quién quiere hacer hoy ofrenda a Jehová?" La asamblea respondió con buena voluntad. "Entonces los príncipes de las familias, y los príncipes de las tribus de Israel, tribunos y centuriones, con los superintendentes de la hacienda del rey, ofrecieron de su voluntad; y dieron para el servicio de la casa de Dios cinco mil talentos de oro y diez mil sueldos, y diez mil talentos de plata, y dieciocho mil talentos de metal, y cinco mil talentos de hierro. Y todo el que se halló con piedras preciosas, diólas para el tesoro de la casa de Jehová, . . . y holgóse el pueblo de haber contribuido de su voluntad; porque con entero corazón ofrecieron a Jehová voluntariamente. "Asimismo holgóse mucho el rey David, y bendijo a Jehová delante de toda la congregación; y dijo David: Bendito seas tú, oh Jehová, Dios de Israel nuestro padre, de uno a otro siglo. Tuya es, oh Jehová, la magnificencia, y el poder, y la gloria, la victoria, y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, oh Jehová, es el reino, y la altura sobre todos los que están por cabeza. Las riquezas y la gloria están delante de ti, y tú señoreas a todos: y en tu mano está la potencia y la fortaleza, y en tu mano la grandeza y fuerza de todas las cosas. "Ahora pues, Dios nuestro, nosotros te confesamos, y loamos tu glorioso nombre. Porque ¿quién soy yo, y quién es mi pueblo, para que pudiésemos ofrecer de nuestra voluntad cosa semejante? porque todo es tuyo, y lo recibido de tu mano te damos. Porque nosotros, extranjeros y advenedizos somos delante de ti, como todos nuestros padres; y nuestros días cual sombra sobre la tierra, y no dan espera. Oh Jehová Dios nuestro, toda esta abundancia que hemos aprestado para edificar casa a tu santo nombre, de tu mano es, y todo es tuyo. Yo sé, Dios mío, que tú escudriñas los corazones, y que la rectitud te agrada: por eso yo con rectitud de mi corazón voluntariamente te he ofrecido todo esto, y ahora he visto con alegría que tu pueblo, que aquí se ha hallado ahora, ha dado para ti espontáneamente. "Jehová, Dios de Abraham, de Isaac, y de Israel, nuestros padres, conserva perpetuamente esta voluntad del corazón de tu pueblo, y encamina su corazón a ti. Asimismo da a mi hijo Salomón corazón perfecto, para que guarde tus mandamientos, tus testimonios y tus estatutos, y para que haga todas las cosas, y te edifique la casa para la cual yo he hecho el apresto. "Después dijo David a toda la congregación: Bendecid ahora a Jehová vuestro Dios. Entonces toda la congregación bendijo a Jehová Dios de sus padres, e inclinándose adoraron delante de Jehová, y del rey." Con el interés más profundo el rey había reunido aquellos preciosos materiales para la construcción y para el embellecimiento del templo. Había compuesto los himnos gloriosos que en los años venideros habrían de resonar por sus atrios. Ahora su corazón se regocijaba en Dios, al ver como los principales de los padres y los caudillos de Israel respondían tan noblemente a su solicitud, y se ofrecían para llevar a cabo la obra importante que los esperaba. Y mientras daban su servicio, estaban dispuestos a hacer más. Añadieron al tesoro más ofrendas de su propio caudal. David había sentido hondamente su propia indignidad para reunir el material destinado a la casa de Dios, y le llenaba de gozo la expresión de lealtad que había en la pronta respuesta de los nobles de su reino, cuando con corazones solícitos ofrecieron sus tesoros a Jehová, y se dedicaron a su servicio. Pero sólo Dios era el que había impartido esa disposición a su pueblo. Sólo él, y no el hombre, debía ser glorificado. Era él quien había provisto al pueblo con las riquezas de la tierra, y su Espíritu les había dado buena voluntad para traer sus cosas preciosas en beneficio del templo. Todo era del Señor, y si su amor no hubiese movido los corazones del pueblo, los esfuerzos del rey habrían sido en vano y el templo no se habría construido. Todo lo que el hombre recibe de la bondad de Dios sigue perteneciendo al Señor. Todo lo que Dios ha otorgado, en las cosas valiosas y bellas de la tierra, ha sido puesto en las manos de los hombres para probarlos, para sondear la profundidad de su amor hacia él y del aprecio en que tienen sus favores. Ya se trate de tesoros o de dones del intelecto, han de depositarse como ofrenda voluntaria a los pies de Jesús y el dador ha de decir como David: "Todo es tuyo, y lo recibido de tu mano te damos." Aun cuando sintió que se acercaba su muerte, siguió preocupándose David por Salomón y el reino de Israel, cuya prosperidad iba a depender en gran manera de la fidelidad de su rey. Entonces "mandó a Salomón su hijo, diciendo: Yo voy el camino de toda la tierra: esfuérzate, y sé varón. Guarda la ordenanza de Jehová tu Dios, andando en sus caminos, y observando sus estatutos y mandamientos, y sus derechos y sus testimonios, .. para que seas dichoso en todo lo que hicieres, y en todo aquello a que te tornares; para que confirme Jehová la palabra que me habló, diciendo: Si tus hijos guardaren su camino, andando delante de mí con verdad, de todo su corazón, y de toda su alma, jamás, dice, faltará a ti varón del trono de Israel." (1 Rey. 2: 14) Las "postreras palabras" de David que hayan sido registradas, constituyen un canto que expresa confianza, principios elevados y fe imperecedera: "Dijo David hijo de Isaí, Dijo aquel varón que fue levantado alto, el ungido del Dios de Jacob, el suave en cánticos de Israel: El Espíritu de Jehová ha hablado por mí,... El señoreador de los hombres será justo, señoreador en temor de Dios, será como la luz de la mañana cuando sale el sol, de la mañana sin nubes; cuando la hierba de la tierra brota por medio del resplandor después de la lluvia. No así mi casa para con Dios: Sin embargo él ha hecho conmigo pacto perpetuo, Ordenado en todas las cosas, y será guardado; bien que toda esta mi salud, y todo mi deseono lo haga él florecer todavía." (2 Sam. 23: 1-5.) Grande había sido la caída de David; y profundo fue su arrepentimiento; ardiente su amor, y enérgica su fe. Mucho le había sido perdonado, y por consiguiente él amaba mucho. (Luc 7: 47)
Los salmos de David pasan por toda la gama de la experiencia humana, desde las profundidades del sentimiento de culpabilidad y condenación de sí hasta la fe más sublime y la más exaltada comunión con Dios. La historia de su vida muestra que el pecado no puede traer sino vergüenza y aflicción, pero que el amor de Dios y su misericordia pueden alcanzar hasta las más hondas profundidades, que la fe elevará el alma arrepentida hasta hacerle compartir la adopción de los hijos de Dios. De todas las promesas que contiene su Palabra, es uno de los testimonios más poderosos en favor de la fidelidad, la justicia y la misericordia del pacto de Dios. El hombre "huye como la sombra, y no permanece," "mas la palabra del Dios nuestro permanece para siempre." "La misericordia de Jehová desde el siglo hasta el siglo sobre los que le temen, y su justicia sobre los hijos de los hijos; sobre los que guardan su pacto, y los que se acuerdan de sus mandamientos para ponerlos por obra." "He entendido que todo lo que Dios hace, eso será perpetuo." (Job 14: 2; Isa 40: 8; Sal. 103: 17, 18; Ecl 3: 14) Grandes y gloriosas fueron las promesas hechas a David y a su casa. Eran promesas que señalaban hacia el futuro, hacia las edades eternas, y encontraron la plenitud de su cumplimiento en Cristo. El Señor declaró: "Juré a David mi siervo, diciendo: . . . Mi mano será firme con él, mi brazo también lo fortificará.... Y mi verdad y mi misericordia serán con él; y en mi nombre será ensalzado su cuerno. Asimismo pondré su mano en la mar, y en los ríos su diestra. El me llamará: Mi padre eres tú, mi Dios, y la roca de mi salud. Yo también le pondré por primogénito, alto sobre los reyes de la tierra. Para siempre le conservaré mi misericordia; y mi alianza será firme con él. Y pondré su simiente para siempre, y su trono como los días de los cielos." (Sal. 89: 3, 21- 29.) "Juzgará los afligidos del pueblo, salvará los hijos del menesteroso, y quebrantará al violento. Temerte han mientras duren el sol y la luna, por generación de generaciones. . . . Florecerá en sus días justicia, y muchedumbre de paz, hasta que no haya luna. Y dominará de mar a mar, y desde el río hasta los cabos de la tierra. . . . Será su nombre para siempre, Perpetuaráse su nombre mientras el sol dure: Y benditas serán en él todas las gentes: Llamarlo han bienaventurado." (Sal. 72: 4-8, 17.) "Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado; y el principado sobre su hombro: y llamaráse su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz." "Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo: y le dará el Señor Dios el trono de David su padre: y reinará en la casa de Jacob por siempre; y de su reino no habrá fin." (Isa. 9: 6; Luc. 1: 32, 33) 

CAPITULO 72: LA REBELION DE ABSALON

"EL DEBE pagar la cordera con cuatro tantos," había sido la sentencia que David había dictado inconscientemente contra sí mismo, al oír la parábola del profeta Natán; y debía ser juzgado en conformidad con su propia sentencia. Iban a caer cuatro de sus hijos, y la pérdida de cada uno de ellos sería el resultado del pecado del padre.
David dejó pasar desapercibido el crimen vergonzoso de Amnón, el primogénito, sin castigarlo ni reprenderlo. La ley castigaba con la muerte al adúltero, y el crimen desnaturalizado de Amnón le hacía doblemente culpable. Pero David, sintiéndose él mismo condenado por su propio pecado, no llevó al delincuente a la justicia. Durante dos largos años, Absalón, el protector natural de la hermana tan vilmente agraviada, ocultó su propósito de venganza, pero tan sólo para dar un golpe más certero al fin. En un festín de los hijos del rey, el borracho e incestuoso Amnón fue muerto por orden de su hermano. Un castigo doble había caído sobre David. Se le llevó este terrible mensaje: "Absalom ha muerto a todos los hijos del rey, que ninguno de ellos ha quedado. Entonces levantándose David, rasgó sus vestidos, y echóse en tierra, y todos sus criados, rasgados sus vestidos, estaban delante." (Véase 2 Samuel 13-19) Los hijos del rey, al regresar alarmados a Jerusalén, le revelaron a su padre la verdad: sólo Amnón había sido muerto; "y alzando su voz lloraron. Y también el mismo rey y todos sus siervos lloraron con muy grandes lamentos." Pero Absalón huyó a Talmai, rey de Gesur y padre de su madre. Como a otros de los hijos de David, a Amnón se le había permitido acostumbrarse a satisfacer sus gustos y apetitos egoístas. Había procurado conseguir todo lo que pensaba en su corazón, haciendo caso omiso de los mandamientos de Dios. A pesar de su gran pecado, Dios lo había soportado mucho tiempo. Durante dos años, le había dado oportunidad de arrepentirse; pero continuó en el pecado, y cargado con su culpa fue abatido por la muerte, a la espera del terrible tribunal del juicio. David había descuidado su obligación de castigar el crimen de Amnón, y a causa de la infidelidad del rey y padre, y por la impenitencia del hijo, el Señor permitió que los acontecimientos siguieran su curso natural, y no refrenó a Absalón. Cuando los padres o los gobernantes descuidan su deber de castigar la iniquidad, Dios mismo toma el caso en sus manos. Su poder refrenador se desvía hasta cierta medida de los instrumentos del mal, de modo que se produzca una serie de circunstancias que castigue al pecado con el pecado. Los resultados funestos de la injusta complacencia de David hacia Amnón no terminaron con esto; pues entonces principió el desafecto de Absalón con su padre. Cuando el joven príncipe huyó a Gesur, David, creyendo que el crimen de su hijo exigía algún castigo, le negó permiso para regresar. Pero esto tendió a aumentar más bien que disminuir los males inexplicables que enredaban al rey. Absalón, hombre enérgico, ambicioso y sin principios, al quedar, por su destierro, impedido de participar en los asuntos del reino, no tardó en entregarse a maquinaciones peligrosas. Al cabo de dos años, Joab resolvió efectuar una reconciliación entre el padre y el hijo. Con este objeto, consiguió los servicios de una mujer de Tecoa, famosa por su prudencia. Habiendo recibido instrucciones de Joab, la mujer se presentó ante David como una viuda cuyos dos hijos habían sido su único consuelo y apoyo. En una disputa uno de ellos había muerto al otro, y ahora todos los parientes de la familia exigían que el sobreviviente fuese entregado al vengador de la sangre. "Así -dijo- apagarán el ascua que me ha quedado, no dejando a mi marido nombre ni reliquia sobre la tierra." Los sentimientos del rey fueron conmovidos por esta súplica, y aseguró a la mujer la protección real para su hijo. Después de obtener del rey repetidas promesas de seguridad para el joven, la mujer imploró su tolerancia para declararle que él había hablado como culpable, porque no había hecho volver a casa a su desterrado. "Porque -dijo- de cierto morimos, y somos como aguas derramadas por tierra, que no pueden volver a recogerse: ni Dios quita la vida, sino que arbitra medio para que su desviado no sea de él excluido." Este cuadro tierno y conmovedor del amor de Dios hacia el pecador, que provenía, como en realidad así era, de Joab, el soldado rudo, es una evidencia sorprendente de cuán familiarizados estaban los israelitas con las grandes verdades de la redención. El rey, sintiendo su propia necesidad de la misericordia de Dios, no pudo resistir esta súplica. Ordenó a Joab: "Ve, y haz volver al mozo Absalom." Se le permitió a Absalón que volviera a Jerusalén pero no que se presentara en la corte ni ante su padre. David había comenzado a ver los efectos de su complacencia hacia sus hijos; y aunque amaba tiernamente a este hijo hermoso y tan bien dotado, creyó necesario manifestar su aborrecimiento por su crimen, como una lección tanto para Absalón como para el pueblo. Absalón vivió durante dos años en su propia casa, pero alejado de la corte. Su hermana vivía con él, y la presencia de ella mantenía vivo el recuerdo del agravio irreparable que ella había sufrido. En opinión del pueblo, el príncipe era un héroe más bien que un delincuente. Y teniendo esta ventaja, se puso a ganarse el corazón del pueblo. Su aspecto personal era tal que conquistaba la admiración de todos los que le veían. "Y no había en todo Israel hombre tan hermoso como Absalom, de alabar en gran manera: desde la planta de su pie hasta la mollera no había en él defecto." No fue prudente de parte del rey dejar a un hombre del carácter de Absalón, ambicioso, impulsivo y apasionado, para que cavilara durante dos años sobre supuestos agravios. Y la acción de David, al permitirle regresar a Jerusalén, y sin embargo, negarse a admitirle en su presencia, le granjeó al hijo la simpatía del pueblo. David, que recordaba siempre su propia transgresión de la ley de Dios, parecía estar moralmente paralizado; se revelaba débil e irresoluto mientras que antes de su pecado había, sido valeroso y decidido. Había disminuido su influencia con el pueblo; y todo esto favorecía los designios de su hijo desnaturalizado. Gracias a la influencia de Joab, Absalón fue nuevamente admitido en la presencia de su padre; pero aunque exteriormente hubo reconciliación, él continuó con sus proyectos ambiciosos. Asumió una condición casi de realeza, haciendo que carros y caballos, y cincuenta hombres, corrieran delante de él adondequiera que fuera. Y mientras que el rey se inclinaba cada vez más al deseo de retraimiento y soledad, Absalón buscaba con halagos el favor popular. La influencia de la irresolución y apatía de David se extendía a sus subordinados; la negligencia y la dilación caracterizaban la administración de la justicia. Arteramente, Absalón sacaba ventaja de toda causa de desafecto. Día tras día, se podía ver a ese hombre de semblante noble a la puerta de la ciudad, donde una multitud de suplicantes aguardaba para presentarle sus agravios en procura de que fuesen reparados. Absalón se rozaba con ellos, oía sus agravios, y expresaba cuánto simpatizaba con ellos por sus sufrimientos y cuánto lamentaba la falta de eficiencia del gobierno. Después de escuchar la historia de un hombre de Israel, el príncipe respondía: "Mira, tus palabras son buenas y justas: mas no tienes quien te oiga por el rey," y agregaba: "¡Quien me pusiera por juez en la tierra, para que viniesen a mí todos los que tienen pleito o negocio, que yo les haría justicia! Y acontecía que, cuando alguno se llegaba para inclinarse a él, él extendía la mano, y lo tomaba, y lo besaba." Fomentado por las arteras insinuaciones del príncipe, el descontento con el gobierno cundía rápidamente. Todos los labios alababan a Absalón. Se le tenía generalmente por heredero del trono; el pueblo lo consideraba con orgullo digno del alto puesto, y se encendió el deseo de que él ocupara el trono. "Así robaba Absalom el corazón de los de Israel." No obstante, el rey, cegado por el amor a su hijo, no sospechaba nada. La condición de realeza que Absalón había asumido era considerada por David como destinada a honrar su corte, como una expresión de júbilo por la reconciliación. Una vez preparados los ánimos del pueblo para lo que había de seguir, Absalón envió secretamente entre las tribus a hombres escogidos, para que concertaran medidas tendientes a una revuelta. Adoptó entonces el manto de la devoción religiosa para ocultar sus propósitos traidores. Un voto que había hecho mucho tiempo antes, cuando estaba desterrado, debía cumplirse en Hebrón. Absalón dijo al rey: "Yo te ruego me permitas que vaya a Hebrón, a pagar mi voto que he prometido a Jehová: porque tu siervo hizo voto cuando estaba en Gesur en Siria, diciendo: Si Jehová me volviere a Jerusalem, yo serviré a Jehová." El padre cariñoso, consolado con esta evidencia de piedad en su hijo, le despidió con su bendición. La conspiración había madurado completamente. El acto culminante de hipocresía de Absalón tenía por objeto no sólo cegar al rey, sino también afirmar la confianza del pueblo, y seguir incitándolo a la rebelión contra el rey que Dios había escogido. Absalón salió para Hebrón, y fueron con él "doscientos hombres de Jerusalem por él convidados, los cuales iban en su sencillez, sin saber nada." Estos hombres fueron con Absalón sin soñar que su amor por el hijo los llevaba a la rebelión contra el padre. Al llegar a Hebrón, Absalón llamó inmediatamente a Achitophel, uno de los principales consejeros de David, hombre de mucha fama por su sabiduría, cuya opinión era considerada tan segura y tan sabia como la de un oráculo. Achitophel se unió a los conspiradores, y su apoyo hizo que pareciera asegurado el éxito de la causa de Absalón, y trajo a su estandarte a muchos hombres de influencia de todas partes del reino. Cuando la trompeta de la rebelión sonó, los espías que el príncipe tenía diseminados por todo el país difundieron la noticia de que Absalón era rey, y gran parte del pueblo se congregó alrededor de él. Mientras tanto, la alarma se transmitió al rey en Jerusalén. David se despertó de repente, para ver estallar la rebelión cerca de su trono. Su propio hijo, al que amaba y en el cual confiaba, había estado conspirando para apoderarse de la corona e indudablemente para quitarle la vida. En su gran peligro, David sacudió la depresión que por tanto tiempo le había embargado, y con el ánimo de sus años mozos se preparó para hacer frente a esta terrible emergencia. Absalón estaba reuniendo sus fuerzas en Hebrón, a una distancia de sólo treinta kilómetros. Pronto estarían los rebeldes a las puertas de Jerusalén. Desde su palacio, David contemplaba su capital, "hermosa provincia, el gozo de toda la tierra, . . . la ciudad del gran Rey." (Sal. 48: 2.) Le estremecía el pensamiento de exponerla a la carnicería y a la devastación. ¿Debía llamar en su auxilio a los súbditos que seguían leales al trono, y resistir para conservar la capital? ¿Debía permitir que Jerusalén fuera bañada en sangre? Tomó su decisión. Los horrores de la guerra no caerían sobre la ciudad escogida. Abandonaría Jerusalén, y luego probaría la fidelidad de su pueblo, dándole una oportunidad de reunirse para apoyarle. En esta gran crisis, era su deber hacia Dios y hacia su pueblo mantener la autoridad de la cual el Cielo le había investido. Confiaría a Dios la resolución del conflicto. Con humildad y dolor, David salió por la puerta de Jerusalén, alejado de su trono, de su palacio y del arca de Dios, por la insurrección de su hijo amado. El pueblo le seguía en larga y triste procesión como un séquito fúnebre. Acompañaba al rey su guardia personal, compuesta de cereteos, peleteos y trescientos geteos de Gath bajo el mando de Ittai. Pero David, con su altruismo característico, no podía consentir que estos extranjeros, que habían buscado su protección, participasen en su calamidad. Expresó su sorpresa de que estuvieran dispuestos a hacer este sacrificio por él. "Y dijo el rey a Ittai Getheo: ¿Para qué vienes tú también con nosotros? vuélvete y quédate con el rey; porque tú eres extranjero, y desterrado también de tu lugar. ¿Ayer viniste, y téngote de hacer hoy que mudes lugar para ir con nosotros? Yo voy como voy: tú vuélvete, y haz volver a tus hermanos; en ti haya misericordia y verdad." Ittai le contestó: "Vive Dios, y vive mi señor el rey, que, o para muerte o para vida, donde mi señor el rey estuviera, allí estará también tu siervo." Estos hombres habían sido convertidos del paganismo al culto de Jehová, y ahora probaban noblemente su fidelidad a su Dios y a su rey. Con corazón agradecido, David aceptó la devoción de ellos en su causa que aparentemente se hundía, y todos cruzaron el arroyo de Cedrón, en camino hacia el desierto. Nuevamente la procesión hizo alto. Una compañía vestida de indumentaria sagrada se aproximaba. "Y he aquí, también iba Sadoc, y con él todos los Levitas que llevaban el arca del pacto de Dios." Los que seguían a David vieron en esto un buen augurio. La presencia de aquel símbolo sagrado era para ellos una garantía de su liberación y de su victoria final. Inspiraría valor al pueblo para reunirse alrededor del rey. La ausencia del arca de Jerusalén infundiría terror a los partidarios de Absalón. Al ver el arca, el corazón de David se llenó por un momento breve de regocijo y esperanza. Pero pronto le embargaron otros pensamientos. Como soberano designado para regir la herencia de Dios, le incumbía una solemne responsabilidad. Lo que más preocupaba al rey de Israel no eran sus intereses personales, sino la gloria de Dios y el bienestar de su pueblo. Dios, que moraba entre los querubines, había dicho con respecto a Jerusalén: "Este es mi reposo para siempre" (Sal. 132: 14), y sin autorización divina, ni los sacerdotes ni el rey tenían derecho a remover de su lugar el símbolo de su presencia. Y David sabía que su corazón y su vida debían estar en armonía con los preceptos divinos; de lo contrario el arca sería un instrumento de desastre antes que de éxito. Recordaba siempre su gran pecado. Reconocía en esta conspiración el justo castigo de Dios. Había sido desenvainada la espada que no había de apartarse de su casa. Ignoraba cuáles serían los resultados de la lucha; y no le tocaba a él quitar de la capital de la nación los sagrados estatutos que representaban la voluntad del Soberano divino de ella, y que eran la constitución del reino y el fundamento de su prosperidad. Ordenó a Sadoc: "Vuelve el arca de Dios a la ciudad; que si yo hallare gracia en los ojos de Jehová, él me volverá, y me hará ver a ella y a su tabernáculo: y si dijere: No me agradas: aquí estoy, haga de mí lo que bien le pareciere." David agregó: "¿No eres tú el vidente?" Es decir un hombre designado por Dios para instruir al pueblo. "Vuélvete en paz a la ciudad; y con vosotros vuestros dos hijos, tu hijo Ahimaas, y Jonathán, hijo de Abiathar. Mirad, yo me detendré en los campos del desierto, hasta que venga respuesta de vosotros que me dé aviso." En la ciudad los sacerdotes podrían prestarle buenos servicios averiguando todos los movimientos y propósitos de los rebeldes y comunicándolos secretamente al rey por medio de sus hijos, Ahimaas y Jonatán. Al regresar los sacerdotes a Jerusalén, una sombra más densa cayó sobre la muchedumbre en retirada. Al ver a su rey fugitivo, y a sí misma desterrada y abandonada por el arca de Dios, le pareció el futuro obscuro y cargado de terror y negros presentimientos. "Y David subió la cuesta de las olivas; y subióla llorando, llevando la cabeza cubierta, y los pies descalzos. También todo el pueblo que tenía consigo cubrió cada uno su cabeza, y subieron llorando así como subían. "Y dieron aviso a David, diciendo: Achitophel está entre los que conspiraron con Absalom." Nuevamente, David se vio obligado a reconocer en sus calamidades los resultados de su propio pecado. La deserción de Achitophel, el más capaz y astuto de los dirigentes políticos, era motivada por un deseo de vengar el deshonor de familia entrañado en el agravio hecho a Betsabé, que era su nieta. "Entonces dijo David: Entontece ahora, oh Jehová, el consejo de Achitophel." Al llegar a la cumbre del monte, el rey se postró en oración, confiando a Dios la carga de su alma e implorando humildemente la misericordia divina. Pareció que su oración era contestada en seguida. Husai, el arachita, consejero sabio y capaz, que había resultado ser un amigo fiel de David, se presentó ahora ante él con su indumentaria rasgada, y con tierra en la cabeza, para unir su suerte a la del rey destronado y fugitivo. David vio, como por iluminación divina, que este hombre fiel y leal era el que se necesitaba para servir a los intereses del rey en los consejos de la capital. A pedido de David, Husai volvió a Jerusalén, para ofrecer sus servicios a Absalón, y neutralizar el artero consejo de Achitophel. Con este rayo de luz en las tinieblas, el rey y su séquito continuaron su marcha y descendieron por la ladera oriental del monte de los Olivos, a través de un desierto rocalloso y desolado, pasando por quebradas salvajes y a lo largo de senderos pedregosos y escarpados, en dirección al Jordán. "Y vino el rey David hasta Bahurim: y he aquí, salía uno de la familia de la casa de Saúl, el cual se llamaba Semei, hijo de Gera; y salía maldiciendo, y echando piedras contra David, y contra todos los siervos del rey David: y todo el pueblo, y todos los hombres valientes estaban a su diestra y a su siniestra. Y decía Semei, maldiciéndole: Sal, sal, varón de sangres, y hombre de Belial: Jehová te ha dado el pago de toda la sangre de la casa de Saúl, en lugar del cual tú has reinado: mas Jehová ha entregado el reino en mano de tu hijo Absalom; y hete aquí sorprendido en tu maldad, porque eres varón de sangres." Durante la prosperidad de David, Semei no había demostrado mediante sus palabras o hechos que no era un súbdito leal. Pero cuando la aflicción sobrecogió al rey, este descendiente de la tribu de Benjamín reveló su verdadero carácter. Había honrado a David cuando éste ocupaba el trono, pero lo maldecía en su desgracia. Vil y egoísta, consideraba a los demás como poseedores del mismo carácter y bajo la inspiración de Satanás, volcó su odio contra el hombre a quien Dios había castigado. El espíritu que induce al hombre a pisotear, vilipendiar o afligir al que está atribulado, es el espíritu de Satanás. Las acusaciones de Semei contra David eran del todo falsas, eran una calumnia sin fundamento y maligna. David no era culpable de ningún agravio contra Saúl ni contra su familia. Cuando Saúl estuvo completamente en su poder, y pudo haberle dado muerte, se limitó a cortar la orilla de su manto, y hasta se reprochó por haber mostrado esta falta de respeto al ungido del Señor. David había dado pruebas evidentes de que consideraba sagrada la vida humana hasta cuando él mismo era perseguido como fiera. Un día mientras estaba escondido en la cueva de Adullam, recordó la libertad sin aflicciones de su niñez, y el fugitivo exclamó: "¡Quién me diera a beber del agua de la cisterna de Beth-lehem, que está a la puerta!" (2 Sam. 23: 13-17.) Belén estaba entonces en manos de los filisteos; pero tres hombres valientes de la guardia de David atravesaron las líneas filisteas, y trajeron agua de Belén. David no pudo beberla. "Lejos sea de mi, oh Jehová, que yo haga esto -exclamó.- ¿He de beber yo la sangre de los varones que fueron con peligro de su vida?" Y reverentemente derramó el agua en ofrenda a Dios. David había sido guerrero; y gran parte de su vida había transcurrido entre escenas de violencia; pero entre todos los que pasaron por tal prueba, pocos son en verdad los que hayan sido tan poco afectados por su influencia endurecedora y desmoralizadora como lo fue David. El sobrino de David, Abisaí, uno de sus capitanes más valientes, no pudo escuchar con paciencia las palabras insultantes de Semei. "¿Por qué maldice este perro muerto a mi señor el rey? -exclamó.- Yo te ruego que me dejes pasar, y quitaréle la cabeza. "Pero el rey se lo prohibió. "He aquí -dijo,- mi hijo que ha salido de mis entrañas, acecha a mi vida: ¿cuánto más ahora un hijo de Benjamín? Dejadle que maldiga, que Jehová se lo ha dicho. Quizá mirará Jehová a mi aflicción, y me dará Jehová bien por sus maldiciones de hoy." La conciencia le estaba diciendo verdades amargas y humillantes a David. Mientras que sus súbditos fieles se preguntaban el porqué de este repentino cambio de fortuna, éste no era un misterio para el rey. A menudo había tenido presentimientos de una hora como ésta. Se había sorprendido de que Dios hubiera soportado durante tanto tiempo sus pecados y hubiera dilatado la retribución que merecía. Y ahora en su precipitada y triste huida, con los pies descalzos, y habiendo trocado su manto real por saco y ceniza, y mientras los lamentos de los que le seguían despertaban los ecos de las colinas, pensó en su amada capital, en el sitio que había sido escenario de su pecado, y al recordar las bondades y la paciencia de Dios, no quedó del todo sin esperanza. Creyó que el Señor aun le trataría con misericordia. Más de un obrador de iniquidad ha excusado su propio pecado señalando la caída de David; pero ¡cuán pocos son los que manifiestan la penitencia y la humildad de David! ¡Cuán pocos soportarían la reprensión y la retribución con la paciencia y la fortaleza que él manifestó! El había confesado su pecado, y durante muchos años había procurado cumplir su deber como fiel siervo de Dios; había trabajado por la edificación de su reino, y éste había alcanzado bajo su gobierno una fortaleza y una prosperidad nunca logradas antes. Había reunido enormes cantidades de material para la construcción de la casa de Dios; y ahora, ¿iba a ser barrido todo el trabajo de su vida? ¿Debían los resultados de muchos años de labor consagrada, la obra del genio, de la devoción y del buen gobierno, pasar a las manos de su hijo traidor y temerario, que no consideraba el honor de Dios ni la prosperidad de Israel? ¡Cuán natural hubiera parecido que David murmurase contra Dios en esta gran aflicción! Pero él vio en su propio pecado la causa de su dificultad. Las palabras del profeta Miqueas respiran el espíritu que alentó el corazón de David: "Aunque more en tinieblas, Jehová será mi luz. La ira de Jehová soportaré, porque pequé contra él, hasta que juzgue mi causa y haga mi juicio." (Miq. 7: 8, 9.) Y el Señor no abandonó a David. Este capítulo de su experiencia cuando, sufriendo los insultos más crueles y los agravios más severos, se muestra humilde, desinteresado, generoso y sumiso, es uno de los más nobles de toda su historia. Jamás fue el gobernante de Israel más verdaderamente grande a los ojos del cielo que en esta hora de más profunda humillación exterior. Si Dios hubiera permitido que David continuase sin reprensión por su pecado, y que permaneciera en paz y prosperidad en su trono mientras estaba violando los preceptos divinos, el escéptico y el infiel habrían tenido alguna excusa para citar la historia de David como un oprobio para la religión de la Biblia. Pero en la aflicción por la que hizo pasar a David, el Señor muestra que no puede tolerar ni excusar el pecado. Y la historia de David nos permite ver también los grandes fines que Dios tiene en perspectiva en su manera de tratar con el pecado; nos permite seguir, aun a través de los castigos más tenebrosos, el desenvolvimiento de sus propósitos de misericordia y de beneficencia. Hizo pasar a David bajo la vara, pero no lo destruyó: el horno es para purificar, pero no para consumir. El Señor dice "Si dejaron sus hijos mi ley, y no anduvieren en mis juicios; si profanaron mis estatutos, y no guardaren mis mandamientos; entonces visitaré con vara su rebelión, y con azotes sus iniquidades. Mas no quitaré de él mi misericordia, ni falsearé mi verdad." (Sal. 89: 30-33) Poco después que David abandonó a Jerusalén, entraron Absalón y su ejército, y sin lucha alguna, tomaron posesión de la fortaleza de Israel. Husai se encontró entre los primeros que saludaron al monarca recién coronado, y el príncipe se quedó sorprendido y satisfecho al ver que el viejo amigo y consejero de su padre se le acercaba. Absalón estaba seguro de su éxito. Hasta entonces sus proyectos habían prosperado, y deseoso de fortalecer su trono y obtener la confianza de la nación, dio la bienvenida a Husai en su corte. Absalón estaba ahora rodeado de un gran ejército, pero éste se componía en su mayor parte de hombres inexpertos en la guerra. Aun no habían luchado. Achitophel sabía muy bien que la situación de David estaba muy lejos de ser desesperada. La gran mayoría de la nación seguía siéndole fiel; estaba rodeado de guerreros probados y fieles a su rey, y su ejército estaba dirigido por generales capaces y experimentados. Achitophel sabía que después de la primera explosión de entusiasmo en favor del nuevo rey, vendría una reacción. Si la rebelión fracasaba, Absalón podría tal vez obtener una reconciliación con su padre; entonces Achitophel, como principal consejero, sería considerado como el más culpable en la rebelión; y sobre él caería el castigo más severo.
Para evitar que Absalón retrocediera, Achitophel le aconsejó una acción que en los ojos de toda la nación haría imposible la reconciliación. Con astucia infernal, este estadista mañoso y sin principios instó a Absalón que añadiera el crimen del incesto al de la rebelión. A la vista de todo Israel, había de tomar para sí todas las concubinas de su padre, según la costumbre de las naciones orientales, declarando así que había sucedido al trono de su padre. Y Absalón llevó a cabo esa vil sugestión. Así se cumplió la palabra que Dios había dirigido a David por medio del profeta: "He aquí yo levantaré sobre ti el mal de tu misma casa, y tomaré tus mujeres delante de tus ojos, y las daré a tu prójimo.... Porque tú lo hiciste en secreto: mas yo haré esto delante de todo Israel, y delante del sol." (2 Sam. 12: 11, 12.) No era que Dios instigara estos actos de impiedad; sino que a causa del pecado de David, el Señor no ejerció su poder para evitarlos. Achitophel había sido muy estimado por su sabiduría, pero le faltaba la luz que viene de Dios. "El temor de Jehová es el principio de la sabiduría" (Prov. 9: 10), y este temor, Achitophel no lo poseía; de otra manera difícilmente habría fundado el éxito de la traición en el crimen del incesto. Los hombres de corazón corrompido maquinan la impiedad, como si no hubiese una Providencia capaz de predominar para contrariar sus designios; pero "el que mora en los cielos se reirá; el Señor se burlará de ellos." (Sal. 2: 4) El Señor declara: "No quisieron mi consejo, y menospreciaron toda reprensión mía: comerán pues del fruto de su camino, y se hartarán de sus consejos. Porque el reposo de los ignorantes los matará, y la prosperidad de los necios los echará a perder."(Prov. 1:30-32.) Habiendo tenido éxito en el plan destinado a afianzar su propia seguridad, Achitophel señaló insistentemente a Absalón la necesidad de obrar inmediatamente contra David. "Yo escogeré ahora doce mil hombres, y me levantaré, y seguiré a David esta noche -dijo;- y daré sobre él cuando él estará cansado y flaco de manos: lo atemorizaré, y todo el pueblo que está con él huirá, y heriré al rey solo. Así tornaré a todo el pueblo a ti." Este proyecto fue aprobado por los consejeros del rey. Si se lo hubiese puesto en práctica, David habría sido muerto seguramente a menos que el Señor se hubiese interpuesto directamente para salvarlo. Pero una sabiduría aun más alta que la del renombrado Achitophel dirigía los acontecimientos. "Porque había Jehová ordenado que el acertado consejo de Achitophel se frustrara, para que Jehová hiciese venir el mal sobre Absalom." A Husai no se le había llamado al concilio, y no quiso intervenir sin que se lo pidieran, por temor de que se sospechara de él como espía; pero después que se hubo dispersado la asamblea, Absalón que tenía en alto aprecio el juicio del consejero de su padre, le sometió el plan de Achitophel. Husai vio que, de seguirse el plan propuesto, David estaría perdido. Y dijo: "El consejo que ha dado esta vez Achitophel no es bueno. Y añadió Husai: Tú sabes que tu padre y los suyos son hombres valientes, y que están con amargura de ánimo, como la osa en el campo cuando le han quitado los hijos. Además, tu padre es hombre de guerra, y no tendrá la noche con el pueblo. He aquí el estará ahora escondido en alguna cueva, o en otro lugar." Alegó que si las fuerzas de Absalón persiguiesen a David no capturarían al rey; y si sufriesen algún revés, ello tendería a descorazonarlas, y haría gran daño a la causa de Absalón. "Porque -dijo- todo Israel sabe que tu padre es hombre valiente, y que los que están con él son esforzados." Y sugirió luego un plan atrayente para una naturaleza vana, egoísta y aficionada a hacer ostentación de poder: "Aconsejo pues que todo Israel se junte a ti, desde Dan hasta Beerseba, en multitud como la arena que está a la orilla de la mar, y que tú en persona vayas a la batalla. Entonces le acometeremos en cualquier lugar que pudiere hallarse, y daremos sobre él como cuando el rocío cae sobre la tierra, y ni uno dejaremos de él, y de todos los que con él están. Y si se recogiera en alguna ciudad, todos los de Israel traerán sogas a aquella ciudad, y la arrastraremos hasta el arroyo, que nunca más parezca piedra de ella. "Entonces Absalom y todos los de Israel dijeron: El consejo de Husai Arachita es mejor que el consejo de Achitophel." Pero hubo uno que no fue engañado, y que previó claramente el resultado de este error fatal de Absalón. Achitophel sabía que la causa de los rebeldes estaba perdida. Y sabía que cualquiera que fuese la suerte del príncipe, no había esperanza para el consejero que había instigado sus mayores crímenes. Achitophel había animado a Absalón en la rebelión; le había aconsejado que cometiera las maldades más abominables, en deshonra de su padre; había aconsejado que se matara a David, y había proyectado cómo lograrlo; había eliminado para siempre la última posibilidad de que él mismo se reconciliara con el rey; y ahora otro le era preferido, aun por el mismo Absalón. Celoso, airado y desesperado, "levantóse, y fuese a su casa en su ciudad; y después de disponer acerca de su casa, ahorcóse y murió." Tal fue el resultado de la sabiduría de uno que, no obstante sus grandes talentos, no tuvo a Dios como su consejero. Satanás seduce a los hombres con promesas halagadoras, pero al final toda alma comprobará que "la paga del pecado es muerte." (Rom. 6: 23) No estando seguro Husai de que su consejo fuese seguido por el rey inconstante, no perdió tiempo en advertir a David que huyera sin demora más allá del Jordán. Husai envió a los sacerdotes el siguiente mensaje, que ellos habían de transmitir por intermedio de sus hijos: "Así y así aconsejó Achitophel a Absalom y a los ancianos de Israel: y de esta manera aconsejé yo. Por tanto, . . . no quedes esta noche en los campos del desierto, sino pasa luego el Jordán, porque el rey no sea consumido, y todo el pueblo que con él está." Los jóvenes que se encargaron de llevar el mensaje fueron perseguidos porque se sospechó de ellos, pero lograron llevar a cabo su peligrosa misión. David, estando harto rendido de trabajo y de dolor después de aquel primer día de huida, recibió el mensaje que le aconsejaba cruzar el Jordán aquella noche, pues su hijo trataba de matarle. ¿Cuáles eran en este peligro terrible los sentimientos del padre y rey, tan cruelmente agraviado? ¿Con qué palabras expresó lo que sentía su alma el que era "hombre valiente," guerrero y rey, cuya palabra era ley, ahora traicionado por un hijo a quien había amado y mimado y en quien había confiado imprudentemente, mientras era agraviado y abandonado por los súbditos ligados a él por los vínculos más estrechos del honor y de la lealtad? En la hora de su prueba más negra, el corazón de David se apoyó en Dios, y cantó: "¡Oh Jehová, cuánto se han multiplicado mis enemigos! Muchos se levantan contra mí. Muchos dicen de mi vida: No hay para él salud en Dios. Mas tú Jehová, eres escudo alrededor de mí: Mi gloria, y el que ensalza mi cabeza. Con mi voz clamé a Jehová, y él me respondió desde el monte de su santidad. Yo me acosté, y dormí, y desperté; Porque Jehová me sostuvo. No temeré de diez millares de pueblos, Que pusieren cerco contra mí. . . . De Jehová es la salud; Sobre tu pueblo será tu bendición." (Salmo 3.) David y toda su compañía de guerreros y estadistas, ancianos y jóvenes, mujeres y niños, cruzaron el profundo y caudaloso río de corriente rápida, protegidos por la sombra de la noche, "antes que amaneciese; ni siquiera faltó uno que no pasase el Jordán." David y sus fuerzas se retiraron a Mahanaim, que había sido la sede real de Is-boseth. Esta era una ciudad poderosamente fortificada, rodeada de una región montañosa favorable para la retirada en caso de guerra. La comarca tenía abundancia de provisiones, y el pueblo se mostraba amigo de la causa de David. Se le unieron muchos partidarios, en tanto que los ricos cabecillas de las tribus le traían abundantes regalos de provisiones y otras cosas necesarias. El consejo de Husai había logrado su objeto, al proporcionar a David la oportunidad de escapar; pero no se podía refrenar mucho tiempo al príncipe temerario e impetuoso; y pronto emprendió la persecución de su padre. "Y Absalom pasó el Jordán con toda la gente de Israel." Absalón hizo a Amasa, hijo de Abigail, hermana de David, comandante en jefe de sus fuerzas. Su ejército era grande, pero era indisciplinado y mal preparado para enfrentarse con los soldados probados de su padre. David dividió sus fuerzas en tres batallones bajo el mando de Joab, Abisaí e Ittai el geteo, respectivamente. Al principio quiso dirigir él personalmente su ejército en el campo de batalla; pero protestaron vehementemente contra esto los oficiales de su ejército, los consejeros y el pueblo. "No saldrás -dijeron;- porque si nosotros huyéramos, no harán caso de nosotros; y aunque la mitad de nosotros muera, no harán caso de nosotros: mas tú ahora vales tanto como diez mil de nosotros. Será pues mejor que tú nos des ayuda desde la ciudad. Entonces el rey les dijo: Yo haré lo que bien os pareciere." Las largas filas del ejército rebelde podían divisarse perfectamente desde las murallas de la ciudad. El usurpador estaba acompañado por una hueste inmensa, en comparación de la cual la fuerza de David no parecía sino un puñado de hombres. Pero mientras el rey miraba las fuerzas rebeldes, el pensamiento que predominaba en su mente no se refería a la corona y al reino, ni tampoco a su propia vida, que dependían de la batalla. El corazón del padre rebosaba de amor y lástima para con su hijo rebelde. Mientras el ejército salía por las puertas de la ciudad, David animó a sus fieles soldados a que prosiguieran adelante, confiando en que el Dios de Israel les daría la victoria. Pero aun entonces no pudo reprimir su amor por Absalón. Cuando Joab, encabezando la primera columna, pasó por donde estaba su rey, el vencedor de cien batallas inclinó su cabeza orgullosa para oír el último mensaje del monarca que, con voz temblorosa, le decía: "Tratad benignamente por amor de mí al mozo Absalom." Y a Abisaí e Ittai les hizo el mismo encargo: "Tratad benignamente por amor de mí al mozo Absalom." Pero la solicitud y el cuidado del rey, que parecía declarar que quería más a Absalón que al reino, aun más que a los súbditos fieles a su trono, no hizo sino aumentar la indignación de los soldados contra el hijo desnaturalizado. La batalla se riñó en un bosque cercano al Jordán, donde las grandes fuerzas del ejército de Absalón no eran sino una desventaja para él. Entre las espesuras y los pantanos del bosque, estas tropas indisciplinadas se confundieron y se volvieron ingobernables. "Y allí cayó el pueblo de Israel delante de los siervos de David, e hízose allí en aquel día una gran matanza de veinte mil hombres." Viendo Absalón que la jornada estaba perdida, se dio vuelta para huir, pero se le trabó la cabeza entre dos ramas de un árbol muy extendido, y su mula, saliéndose de debajo de él, le dejó suspendido inerme, y presa fácil para sus enemigos. En esta condición lo encontró un soldado, que por no disgustar al rey, le perdonó la vida, pero informó a Joab de lo que había visto. Joab no se dejó refrenar por ningún escrúpulo. El había tratado amistosamente a Absalón, y obtenido dos veces una reconciliación con David, pero su confianza había sido traicionada vergonzosamente. De no haber obtenido Absalón ventajas por la intercesión de Joab, esta rebelión, con todos sus horrores, no habría ocurrido. Ahora estaba en la mano de Joab destruir de un solo golpe al instigador de toda esta maldad. "Y tomando tres dardos en sus manos, hincólos en el corazón de Absalom, que aun estaba vivo en medio del alcornoque. . . . Tomando después a Absalom, echáronle en un gran hoyo en el bosque, y levantaron sobre él un muy grande montón de piedras." Así perecieron los causantes de la rebelión en Israel. Achitophel había muerto por su propia mano. Absalón, el de aspecto principesco, cuya hermosura gloriosa había sido el orgullo de Israel, había sido abatido en pleno vigor de la juventud, su cadáver arrojado a un hoyo y cubierto de un montón de piedras, en señal de oprobio eterno. Durante su vida Absalón se había construido un monumento costoso en el valle del rey, pero el único monumento que marcó su tumba fue aquel montón de piedras en el desierto. Una vez muerto el jefe de la rebelión, Joab hizo tocar la trompeta para llamar a su ejército que perseguía a la hueste enemiga en su huida, y en seguida se enviaron mensajeros para que llevaran las noticias al rey. El vigía que estaba sobre la muralla de la ciudad, mirando hacia el campo de batalla, columbró a un hombre que venía corriendo solo. Pronto un segundo hombre se hizo visible. Mientras el primero se acercaba, el centinela le dijo al rey, que esperaba a un lado de la puerta: "Paréceme el correr del primero como el correr de Ahimaas, hijo de Sadoc. Y respondió el rey: Ese es hombre de bien, y viene con buena nueva. Entonces Ahimaas dijo en alta voz al rey: Paz. E inclinóse a tierra delante del rey, y dijo: Bendito sea Jehová Dios tuyo, que ha entregado a los hombres que habían levantado sus manos contra mi señor el rey." A la pregunta ansiosa del rey: "¿El mozo Absalom tiene paz?" Ahimaas dio una respuesta evasiva. Vino el segundo mensajero, gritando: "Reciba nueva mi señor el rey, que hoy Jehová ha defendido tu causa de la mano de todos los que se habían levantado contra ti." Nuevamente salió de los labios del padre la pregunta ansiosa: "¿El mozo Absalom tiene paz?" No pudiendo ocultar el mensajero la grave noticia, le contestó: "Como aquel mozo sean los enemigos de mi señor el rey, y todos los que se levantan contra ti para mal." Esto bastó. David no hizo más preguntas, sino que cabizbajo, "subióse a la sala de la puerta, y lloró; y yendo, decía así: ¡Hijo mío Absalom, hijo mío, hijo mío Absalom! ¡Quién me diera que muriera yo en lugar de ti, Absalom, hijo mío, hijo mío!" El ejército victorioso, regresando del campo de batalla, se acercaba a la ciudad, y sus gritos de triunfo repercutían por las colinas vecinas. Pero al entrar por la puerta de la ciudad, sus gritos se apagaban, sus manos dejaban bajar los estandartes, y con mirada abatida, avanzaban más como quienes hubiesen sufrido una derrota que como vencedores. Porque el rey no los esperaba para darles la bienvenida, sino que se oía desde la cámara de sobre la puerta su llanto lastimero: "¡Hijo mío Absalom, hijo mío, hijo mío Absalom! ¡Quién me diera que muriera yo en lugar de ti, Absalom, hijo mío, hijo mío!" "Y volvióse aquel día la victoria en luto para todo el pueblo; porque oyó decir el pueblo aquel día que el rey tenía dolor por su hijo. Entróse el pueblo aquel día en la ciudad escondidamente, como suele entrar a escondidas el pueblo avergonzado que ha huido de la batalla." Joab se llenó de indignación. Dios les había dado nuevo motivo de triunfo y alegría; la rebelión más grande que jamás se hubiera visto en Israel había sido deshecha; y sin embargo, esta gran victoria era trocada en luto en honor de aquel cuyo crimen había costado la sangre de miles de hombres valientes. El rudo y brusco capitán se abrió paso hasta la presencia del rey y osadamente le dijo: "Hoy has avergonzado el rostro de todos tus siervos, que han hoy librado tu vida, y la vida de tus hijos y de tus hijas, . . . amando a los que te aborrecen, y aborreciendo a los que te aman: porque hoy has declarado que nada te importan tus príncipes y siervos; pues hoy echo de ver que si Absalom viviera, bien que nosotros todos estuviéramos hoy muertos, entonces te contentaras. Levántate pues ahora, y sal fuera, y halaga a tus siervos: porque juro por Jehová, que si no sales, ni aun uno quede contigo esta noche; y de esto te pesará más que de todos los males que te han sobrevenido desde tu mocedad hasta ahora." A pesar de que este reproche era duro y cruel para el rey de corazón quebrantado, David no se resintió por él. Viendo que su general estaba en lo justo, bajó y fue a la puerta, y con palabras de aliento y elogio saludó a sus valientes soldados mientras pasaban frente a él.

CAPITULO 71: EL PECADO DE DAVID Y SU ARREPENTIMIENTO

LA BIBLIA tiene poco que decir en alabanza de los hombres. Dedica poco espacio a relatar las virtudes hasta de los mejores hombres que jamás hayan vivido. Este silencio no deja de tener su propósito y su lección. Todas las buenas cualidades que poseen los hombres son dones de Dios; realizan sus buenas acciones por la gracia de Dios manifestada en Cristo. Como lo deben todo a Dios, la gloria de cuanto son y hacen le pertenece sólo a él; ellos no son sino instrumentos en sus manos.
Además, según todas las lecciones de la historia bíblica, es peligroso alabar o ensalzar a los hombres; pues si uno llega a perder de vista su total dependencia de Dios, y a confiar en su propia fortaleza, caerá seguramente. El hombre lucha con enemigos que son más fuertes que él. "No tenemos lucha contra sangre y carne; sino contra principados, contra potestades, contra señores del mundo, gobernadores de estas tinieblas, contra malicias espirituales en los, aires." (Efes. 6: 12.) Es imposible que nosotros, con nuestra propia fortaleza, sostengamos el conflicto; y todo lo que aleje a nuestra mente de Dios, todo lo que induzca al ensalzamiento o a la dependencia de sí, prepara seguramente nuestra caída. El tenor de la Biblia está destinado a inculcamos desconfianza en el poder humano y a fomentar nuestra confianza en el poder divino. El espíritu de confianza y ensalzamiento de sí fue el que preparó la caída de David. La adulación y las sutiles seducciones del poder y del lujo, no dejaron de tener su efecto sobre él. También las relaciones con las naciones vecinas ejercieron en él una influencia maléfica. Según las costumbres que prevalecían entre los soberanos orientales de aquel entonces, los crímenes que no se toleraban en los súbditos quedaban impunes cuando se trataba del rey; el monarca no estaba obligado a ejercer el mismo dominio de si que el súbdito. Todo esto tendía a aminorar en David el sentido de la perversidad excesiva del pecado. Y en vez de confiar, humilde en el poder de Dios, comenzó a confiar en su propia fuerza y sabiduría. Tan pronto como Satanás pueda separar el alma de Dios, la única fuente de fortaleza, procurará despertar los deseos impíos de la naturaleza carnal del hombre. La obra del enemigo no es abrupta; al principio no es repentina ni sorpresivo; consiste en minar secretamente las fortalezas de los principios. Comienza en cosas aparentemente pequeñas: la negligencia en cuanto a ser fiel a Dios y a depender de él por completo, la tendencia a seguir las costumbres y prácticas del mundo. Antes que terminara la guerra con los amonitas, David regresó a Jerusalén, dejando la dirección del ejército a Joab. Los sirios ya se habían sometido a Israel, y la completa caída de los amonitas parecía segura. David se veía rodeado de los frutos de la victoria y de los honores de su gobierno sabio y hábil. Fue entonces, mientras vivía en holgura y desprevenido, cuando el tentador aprovechó la oportunidad de ocupar su mente. El hecho de que Dios había admitido a David en una relación tan estrecha consigo, y había manifestado tanto favor hacia David, debiera haber sido para él el mayor de los incentivos para conservar inmaculado su carácter. Pero cuando él estaba cómodos tranquilo y seguro de si mismo, se separó de Dios, cedió a las tentaciones de Satanás, y atrajo sobre su alma la mancha de la culpabilidad. El hombre designado por el Cielo como caudillo de la nación, el escogido por Dios para ejecutar su ley, violó sus preceptos. Por sus actos el que debía castigar a los malhechores, les fortaleció las manos. En medio de los peligros de su juventud, David, consciente de su integridad, podía confiar su caso a Dios. La mano del Señor le había guiado y hecho pasar sano y salvo por infinidad de trampas tendidas para sus pies. Pero ahora, culpable y sin arrepentimiento, no pidió ayuda ni dirección al Cielo, sino que buscó la manera de desenredarse de los peligros en que el pecado le había envuelto. Betsabé, cuya hermosura fatal había resultado ser una trampa para el rey, era la esposa de Urías el heteo, uno de los oficiales más valientes y más fieles de David. Nadie podía prever cuál seria el resultado si se llegase a descubrir el crimen. La ley de Dios declaraba al adúltero culpable de la pena de muerte, y el soldado de espíritu orgulloso, tan vergonzosamente agraviado, podría vengarse quitándole la vida al rey, o incitando a la nación a la revuelta. Todo esfuerzo de David para ocultar su culpabilidad resulto fútil. Se había entregado al poder de Satanás; el peligro le rodeaba; la deshonra, que es más amarga que la muerte, le esperaba. No había sino una manera de escapar, y en su desesperación se apresuró a agregar un asesinato a su adulterio. El que había logrado la destrucción de Saúl, trataba ahora de llevar a David también a la ruina. Aunque las tentaciones eran distintas, ambas se asemejaban en cuanto a conducir a la transgresión de la ley de Dios. David pensó que si Urías era muerto por la mano de los enemigos en el campo de batalla, la culpa de su muerte no podría atribuirse a las maquinaciones del rey; Betsabé quedaría libre para ser la esposa de David las sospechas se eludirían y se mantendría el honor real. Urías fue hecho portador de su propia sentencia de muerte. El rey envió por su medio una carta a Joab, en la cual ordenaba: "Poned a Urías delante de la fuerza de la batalla, y desamparadle, para que sea herido y muera." (Véase 2 Samuel 11, 12.) Joab, ya manchado con la culpa de un asesinato protervo, no vaciló en obedecer las instrucciones del rey, y Urías cayó herido por la espada de los hijos de Ammón. Hasta entonces la foja de servicios de David como soberano había sido tal que pocos monarcas la tuvieron jamás igual. Se nos dice que "hacía David derecho y justicia a todo su pueblo." (2 Sam. 8: 15.) Su integridad le había ganado la, confianza y la lealtad de toda la nación. Pero cuando se apartó de Dios y cedió al maligno, se hizo, por el momento, agente de Satanás; sin embargo, conservaba el puesto y la autoridad que Dios le había dado, y a causa de esto exigía ser obedecido en cosas que hacían peligrar el alma del que las hiciera. Y Joab, más leal al rey que a Dios, violó la ley de Dios por orden del rey. El poder de David le había sido dado por Dios, pero para que lo ejercitara solamente en armonía con la ley divina. Cuando ordenó algo que era contrario a la ley de Dios, el obedecerle se hizo pecado. "Las [potestades] que son, de Dios son ordenadas" (Rom. 13: 1), pero no debemos obedecerlas en contradicción a la ley de Dios. El apóstol Pablo, escribiendo a los corintios, fija el principio que, ha de guiarnos. Dice: "Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo. (1 Cor. 11: 1.) Una relación de cómo se había ejecutado su orden fue enviada a David, pero redactada tan cuidadosamente que no comprometió a Joab ni al rey. Joab "mandó al mensajero, diciendo: Cuando acabares de contar al rey todos los negocios de la guerra, si el rey comenzara a enojarse, . . . entonces tú le dirás: También tu siervo Urías Hetheo es muerto. Y fue el mensajero, y llegando, contó a David todas las cosas a que Joab le había enviado." La contestación del rey fue: "Dirás así a Joab: No tengas pesar de esto, que de igual y semejante manera suele consumir la espada: esfuerza la batalla contra la ciudad, hasta que la rindas. Y tú asiéntale." Betsabé observó los acostumbrados días de luto por su marido; y cuando terminaron, "envió David y recogióla a su casa: y fue ella su mujer." Aquel que antes tenía tan sensible la conciencia y alto el sentimiento del honor que no le permitían, ni aun cuando corría peligro de perder su propia vida, levantar la mano contra el ungido del Señor, se había rebajado tanto que podía agraviar y asesinar a uno de sus más valientes y fieles soldados, y esperar gozar tranquilamente el premio de su pecado. ¡Ay! ¡Cuánto se había envilecido el oro fino! ¡Cómo había cambiado el oro más puro! Desde el principio, Satanás ha venido presentando a los hombres un cuadro de las ganancias que pueden obtenerse por la transgresión. Así sedujo a los ángeles. Así tentó a Adán y a Eva a que pecaran. Y así sigue todavía apartando a las multitudes de la obediencia a Dios. Representa el camino de, la transgresión como apetecible; "empero su fin son caminos de muerte." (Prov. 14: 12.) ¡Felices aquellos que, habiéndose aventurado en ese camino, aprenden cuán amargos son los frutos del pecado, y se apartan de él a tiempo! En su misericordia, Dios no dejó a David abandonado para que fuese atraído a la ruina total por los premios engañosos del pecado. También por causa de Israel era necesario que Dios interviniera. Con el transcurso del tiempo se fue conociendo el pecado de David para con Betsabé, y se despertó la sospecha de que él había planeado la muerte de Urías. Esto redundó en deshonor para el Señor. El había favorecido y ensalzado a David, y el pecado de éste representaba mal el carácter de Dios, y echaba oprobio sobre su nombre. Tendía a rebajar las normas de la piedad en Israel, a aminorar en muchas mentes el aborrecimiento del pecado, mientras que envalentonaba en la transgresión a los que no amaban ni temían a Dios. El profeta Natán recibió órdenes de llevar un mensaje de reprensión a David. Era un mensaje terrible en su severidad. A pocos soberanos se les podría haber dirigido una reprensión sin que el mensajero perdiese la vida. Natán transmitió la sentencia divina sin vacilación, aunque con tal sabiduría celestial que despertó la simpatía y la conciencia del rey y le indujo a que con sus labios emitiera su propia sentencia de muerte. Apelando a David como al guardián divinamente designado para proteger los derechos de su pueblo, el profeta le relató una historia de agravio y opresión que exigía justicia y castigo. "Había dos hombres en una ciudad -dijo,- el uno rico, y el otro pobre. El rico tenía numerosas ovejas y vacas; mas el pobre no tenía más que una sola cordera, que él había comprado y criado, y que había crecido con él y con sus hijos juntamente, comiendo de su bocado, y bebiendo de su vaso, y durmiendo en su seno: y teníala como a una hija. Y vino uno de camino al hombre rico; y él no quiso tomar de sus ovejas y de sus vacas, para guisar al caminante que le había venido, sino que tomó la oveja de aquel hombre pobre, y aderezóla para aquel que le había venido." El rey se airó y exclamó: "Vive Jehová, que el que tal hizo es digno de muerte. Y que él debe pagar la cordera con cuatro tantos, porque hizo esta tal cosa, y no tuvo misericordia." Natán fijó los ojos en el rey; y luego, alzando la mano derecha, le declaró solemnemente: "Tú eres aquel hombre." ¿Por qué pues -continuó- tuviste en poco la palabra de Jehová, haciendo lo malo delante de sus ojos?" Como David, los culpables pueden procurar que su crimen quede oculto para los hombres; pueden tratar de sepultar la acción perversa para siempre, a fin de que el ojo humano no la vea ni lo sepa la inteligencia humana; pero "todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta." (Heb. 4: 13.) "Nada hay encubierto, que no haya de ser manifestado; ni oculto, que no haya de saberse." (Mat. 10: 26.) Natán le manifestó: "Así ha dicho Jehová, Dios de Israel: Yo te ungí por rey sobre Israel, y te libré de la mano de Saúl; . . . ¿por qué pues tuviste en poco la palabra de Jehová, haciendo lo malo delante de sus ojos? A Urías Hetheo heriste a cuchillo, y tomaste por tu mujer a su mujer, y a él mataste con el cuchillo de los hijos de Ammón. Por lo cual ahora no se apartará jamás de tu casa la espada. . . He aquí yo levantaré sobre ti el mal de tu misma casa, y tomaré tus mujeres delante de tus ojos, y las daré a tu prójimo. . . . Porque tú lo hiciste en secreto: mas yo haré esto delante de todo Israel, y delante del sol." El reproche del profeta conmovió el corazón de David; se despertó su conciencia; y su culpa le apareció en toda su enormidad. Su alma se postró en penitencia ante Dios. Con labios temblorosos exclamó: "Pequé contra Jehová." Todo daño o agravio que se haga a otros se extiende del perjudicado a Dios. David había cometido un grave pecado contra Urías y Betsabé, y se daba cuenta perfecta de su gran transgresión. Pero mucho más grave era su pecado contra Dios. Aunque no se hallara a nadie en Israel que ejecutara la sentencia de muerte contra el ungido del Señor, David tembló por temor de que, culpable y sin perdón, fuese abatido por el rápido juicio de Dios. Pero se le envió por medio del profeta este mensaje: "También Jehová ha remitido tu pecado: no morirás." No obstante, la justicia debía mantenerse. La sentencia de muerte fue transferida de David al hijo de su pecado. Así se le dio al rey oportunidad de arrepentirse; mientras que el sufrimiento y la muerte del niño, como parte de su castigo, le resultaban más amargos de lo que hubiera sido su propia muerte. El profeta dijo: "Por cuanto con este negocio hiciste blasfemar a los enemigos de Jehová, el hijo que te ha nacido morirá ciertamente." Cuando el niño cayó enfermo, David imploró y suplicó por su vida, con ayuno y profunda humillación. Se despojó de sus prendas reales, hizo a un lado su corona, y noche tras noche yacía en el suelo, intercediendo con dolor desesperado en pro del inocente que sufría a causa de su propia culpa. "Y levantándose los ancianos de su casa fueron a él para hacerlo levantar de tierra; mas él no quiso. "A menudo cuando se habían pronunciado juicios contra personas o ciudades, la humillación y el arrepentimiento habían bastado para apartar el golpe, y el Dios que siempre tiene misericordia y es presto a perdonar, había enviado mensajeros de paz. Alentado por este pensamiento, David perseveró en su súplica mientras vivió el niño. Cuando supo que estaba muerto, con calma y resignación David se sometió al decreto de Dios. Había caído el primer golpe de aquel castigo que él mismo había declarado justo. Pero David, confiando en la misericordia de Dios, no quedó sin consuelo. Muchos, leyendo la historia de la caída de David, han preguntado: ¿Por qué se hizo público este relato? ¿Por qué consideró Dios conveniente descubrir al mundo este pasaje obscuro de la vida de uno que fue altamente honrado por el Cielo? El profeta, en el reproche que hizo a David, había declarado tocante a su pecado: "Con este negocio hiciste blasfemar a los enemigos de Jehová." A través de las generaciones sucesivas, los incrédulos han señalado el carácter de David y la mancha negra que lleva, y han exclamado en son de triunfo y burla: "¡He aquí el hombre según el corazón de Dios!" Así se ha echado oprobio sobre la religión; Dios y su palabra han sido blasfemados; muchas almas se han endurecido en la incredulidad, y muchos, bajo un manto de piedad, se han envalentonado en el pecado. Pero la historia de David no suministra motivos por tolerar el pecado. David fue llamado hombre según el corazón de Dios cuando andaba de acuerdo con su consejo. Cuando pecó, dejó de serlo hasta que, por arrepentimiento, hubo vuelto al Señor. La Palabra de Dios manifiesta claramente: "Esto que David había hecho, fue desagradable a los ojos de Jehová." Y el Señor le dijo a David por medio del profeta: "¿Por qué pues tuviste en poco la palabra de Jehová, haciendo lo malo delante de sus, ojos? . . . Por lo cual ahora no se apartará jamás de tu casa la espada; por cuanto me menospreciaste." Aunque David se arrepintió de su pecado, y fue perdonado y aceptado por el Señor, cosechó la funesta mies de la siembra que él mismo había sembrado. Los juicios que cayeron sobre él y sobre su casa atestiguan cuanto aborrece Dios al pecado. Hasta entonces la providencia de Dios había protegido a David de todas las conspiraciones de sus enemigos, y se había ejercido directamente para refrenar a Saúl. Pero la transgresión de David había cambiado su relación con Dios. En ninguna forma podía el Señor sancionar la iniquidad. No podía ejercitar su poder para proteger a David de los resultados de su pecado como le había protegido de la enemistad de Saúl. Se produjo un gran cambio en David mismo. Quebrantaba su espíritu la comprensión de su pecado y de sus abarcantes resultados. Se sentía humillado ante los ojos de sus súbditos. Su influencia sufrió menoscabo. Hasta entonces su prosperidad se había atribuido a su obediencia concienzuda a los mandamientos del Señor. Pero ahora sus súbditos, conociendo el pecado de él, podrían verse inducidos a pecar más libremente. En su propia casa, se debilitó su autoridad y su derecho a que sus hijos le respetasen y obedeciesen. Cierto sentido de su culpabilidad le hacía guardar silencio cuando debiera haber condenado el pecado; y debilitaba su brazo para ejecutar justicia en su casa. Su mal ejemplo influyó en sus hijos, y Dios no quiso intervenir para evitar los resultados. Permitió que las cosas tomaran su curso natural, y así David fue castigado severamente. Durante un año entero después de su caída, David vivió en seguridad aparente; no había evidencia externa del desagrado de Dios. Pero la sentencia divina pendía sobre él. Rápida y seguramente se aproximaba el día del juicio y del castigo, que ningún arrepentimiento podía evitar, es decir, la agonía y la vergüenza que ensombrecía toda su vida terrenal. Los que, señalando el ejemplo de David, tratan de aminorar la culpa de sus propios pecados, debieran aprender de las lecciones del relato bíblico que el camino de la transgresión es duro. Aunque, como David, se volvieran de sus caminos impíos, los resultados del pecado, aun en esta vida, serán amargos y difíciles de soportar. Dios quiso que la historia de la caída de David sirviera como una advertencia de que aun aquellos a quienes él ha bendecido y favorecido grandemente no han de sentirse seguros ni tampoco descuidar el velar y orar. Así ha resultado para los que con humildad han procurado aprender lo que Dios quiso enseñar con esa lección. De generación en generación, miles han sido así inducidos a darse cuenta de su propio peligro frente al poder tentador del enemigo común. La caída de David, hombre que fue grandemente honrado por el Señor, despertó en ellos la desconfianza de sí mismos. Comprendieron que sólo Dios podía guardarlos por su poder mediante la fe. Sabiendo que en él estaba la fortaleza y la seguridad, temieron dar el primer paso en tierra de Satanás. Aun antes de que se hubiese dictado la sentencia divina contra David, éste ya había comenzado a cosechar el fruto de su transgresión. Su conciencia no tenía paz. En el salmo 32 presenta la agonía que su espíritu soportó entonces. Dice: "Bienaventurado aquel cuyas iniquidades son perdonadas, y borrados sus pecados. Bienaventurado el hombre a quien no imputa Jehová la iniquidad, y en cuyo espíritu no hay superchería. Mientras callé, envejeciéronse mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; volvióse mi verdor en sequedades de estío." (Sal. 32: 1-4.) Y el salmo 51 es una expresión del arrepentimiento de David, cuando le llegó el mensaje de reprensión de parte de Dios: "Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia: Conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado. Porque yo reconozco mis rebeliones; y mi pecado está siempre delante de mí. . . . Purifícame con hisopo, y seré limpio: Lávame, y seré emblanquecido más que la nieve. Hazme oír gozo y alegría; Y se recrearán los huesos que has abatido. Esconde tu rostro de mis pecados, y borra todas mis maldades. Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio; y renueva un espíritu recto dentro de mí. No me eches de delante de ti; y no quites de mí tu santo espíritu. Vuélveme el gozo de tu salud; y el espíritu libre me sustente. Enseñaré a los prevaricadores tus caminos; Y los pecadores se convertirán a ti. Líbrame de homicidios, oh Dios, Dios de mi salud: Cantará mi lengua tu justicia." (Sal. 51: 1-3, 7-14.) Así en un himno sagrado que había de cantarse en las asambleas públicas de su pueblo, en presencia de la corte, los sacerdotes y jueces, los príncipes y guerreros, y que iba a preservar hasta la última generación el conocimiento de su caída, el rey de Israel relató todo lo concerniente a su pecado, su arrepentimiento, y su esperanza de perdón por la misericordia de Dios. En vez de procurar ocultar la culpa, quiso que otros se instruyeran por el conocimiento de la triste historia de su caída. El arrepentimiento de David fue sincero y profundo. No hizo ningún esfuerzo para aminorar su crimen. Lo que inspiró su oración no fue el deseo de escapar a los castigos con que se le amenazaba. Pero vio la enormidad de su transgresión contra Dios; vio la depravación de su alma y aborreció su pecado. No oró pidiendo perdón solamente, sino también pidiendo pureza de corazón. David no abandonó la lucha en su desesperación. Vio la evidencia de su perdón y aceptación, en la promesa hecha por Dios a los pecadores arrepentidos. "Porque no quieres tú sacrificio, que yo daría; No quieres holocausto. Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado: Al corazón contrito, y humillado No despreciarás tú, oh Dios." (Vers. 16, 17.) Aunque David había caído, el Señor le levantó. Estaba ahora más plenamente en armonía con Dios y en simpatía con sus semejantes que antes de su caída. En el gozo de su liberación cantó: "Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Confesaré, dije, contra mi mis rebeliones a Jehová; Y tú perdonaste la maldad de mi pecado . . . . Tú eres mi refugio; Me guardarás de angustia; con cánticos de liberación me rodearás." (Sal. 32: 5-7.) Muchos murmuran contra lo que llaman la injusticia de Dios al salvar a David, cuya culpa era tan grande, después de haber rechazado a Saúl por lo que a ellos les parece ser pecados mucho menos flagrantes. Pero David se humilló y confesó su pecado, en tanto que Saúl menospreció el reproche y endureció su corazón en la impenitencia. Este pasaje de la historia de David rebosa de significado para el pecador arrepentido. Es una de las ilustraciones más poderosas que se nos hayan dado de las luchas y las tentaciones de la humanidad, y de un verdadero arrepentimiento hacia Dios y una fe sincera en nuestro Señor Jesucristo. A través de todos los siglos ha resultado ser una fuente de aliento para las almas que, habiendo caído en el pecado, han tenido que luchar bajo el peso agobiador de su culpa. Miles de los hijos de Dios han sido los que, después de haber sido entregados traidoramente al pecado y cuando estaban a punto de desesperar, recordaron como el arrepentimiento sincero y la confesión de David fueron aceptados por Dios, no obstante haber tenido que sufrir las consecuencias de su transgresión; y también cobraron ánimo para arrepentirse y procurar nuevamente andar por los senderos de los mandamientos de Dios. Quienquiera que bajo la reprensión de Dios humille su alma con la confesión y el arrepentimiento, tal como lo hizo David, puede estar seguro de que hay esperanza para él. Quienquiera que acepte por la fe las promesas de Dios, hallará perdón. Jamás rechazará el Señor a un alma verdaderamente arrepentida. El ha dado esta promesa: "Echen mano . . . de mi fortaleza, y hagan paz conmigo. ¡Sí, que hagan paz conmigo!" "Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos: y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar." (Isa. 27: 5, VM; 55: 7)

CAPITULO 70: EL REINADO DE DAVID

TAN PRONTO como David se vio afianzado e trono e Israel, comenzó a buscar una localidad más apropiada para la capital de su reino. A unos treinta kilómetros de Hebrón, se escogió un sitio como la futura metrópoli de la nación. Antes que Josué condujera los ejércitos de Israel a través del Jordán, ese lugar se había llamado Salem. Cerca de allí Abrahán había probado su lealtad a Dios. Ochocientos años antes de la coronación de David, había vivido allí Melquisedec, sacerdote del Altísimo. Ocupaba este sitio una posición central y elevada en el país, protegida por un cerco de colinas. Como se hallaba en el límite entre Benjamín y Judá, estaba también muy próxima a Efraín, y las otras tribus tenían fácil acceso a él.
Para conquistar esta localidad, los hebreos debían desalojar un remanente de los cananeos, que sostenía una posición fortificada en las montañas de Sión y Moria. Este fuerte se llamaba Jebus, y a sus habitantes se les conocía por el nombre de jebuseos. Durante varios siglos, se había considerado a Jebus como inexpugnable; pero fue sitiado y tomado por los hebreos bajo el mando de Joab, a quien, como premio por su valor, se le hizo comandante en jefe de los ejércitos de Israel. Jebus se convirtió en la capital nacional, y su nombre pagano fue cambiado al de Jerusalén. Entonces Hiram, rey de la rica ciudad de Tiro, situada en la costa del Mediterráneo, procuró hacer alianza con el rey de Israel, y prestó ayuda a David en la construcción de un palacio en Jerusalén. Envió de Tiro embajadores acompañados de arquitectos y trabajadores y de un gran cargamento de maderas costosas, cedros y otros materiales valiosos. El aumento del poderío de Israel debido a su unión bajo el gobierno de David, la adquisición de la fortaleza de Jebus, y la alianza con Hiram, rey de Tiro, provocaron la hostilidad de los filisteos, y nuevamente invadieron el país con un poderoso ejército, tomando posiciones en el valle de Rafaím, a poca distancia de la ciudad de Jerusalén. David y sus hombres de guerra se retiraron a la fortaleza de Sión, a esperar la dirección divina. "Entonces consultó David a Jehová, diciendo: ¿Iré contra los Filisteos? ¿los entregarás en mis manos? Y Jehová respondió a David: Ve, porque ciertamente entregaré los Filisteos en tus manos." (2 Sam. 5: 17-25) David avanzó inmediatamente contra el enemigo, lo venció y destruyó, y le quitó los dioses que había llevado al campo de batalla para asegurar su victoria. Exasperados por la humillación de su derrota, los filisteos reunieron una fuerza aún mayor, y volvieron al conflicto. Y otra vez "extendiéronse por el valle de Raphaim." Nuevamente David buscó al Señor, y el gran YO SOY asumió la dirección de los ejércitos de Israel. Dios le dio instrucciones a David, diciéndole: "No subas; mas rodéalos, y vendrás a ellos por delante de los morales: y cuando oyeras un estruendo que irá por las copas de los morales, entonces te moverás; porque Jehová saldrá delante de ti a herir el campo de los Filisteos." Si David hubiera hecho como Saúl, es decir, hubiese decidido por su cuenta, el éxito no le habría acompañado. Pero hizo como el Señor le había ordenado, "e hirieron el campo de los Filisteos desde Gabaón hasta Gezer. Y la fama de David fue divulgada por todas aquellas tierras: y puso Jehová temor de David sobre todas las gentes." (1 Crón. 14: 16, 17.) Una vez que David estuvo firmemente establecido en el trono, y libre de la invasión de enemigos extranjeros, quiso lograr un propósito que había abrigado por mucho tiempo en su corazón: el de traer el arca de Dios a Jerusalén. Durante muchos años, el arca había permanecido en Kiriath-jearim, a unos quince kilómetros de distancia; pero era propio que la capital de la nación fuera honrada con el símbolo de la presencia divina. David citó a treinta mil de los hombres principales de Israel, pues quería hacer de la ocasión una escena de gran regocijo e imponente ostentación. El pueblo respondió alegremente a la invitación. El sumo sacerdote, acompañado de sus hermanos en el cargo sagrado, y los príncipes y hombres principales de las tribus se congregaron en Kiriath-jearim. David estaba encendido de celo divino. Se sacó el arca de la casa de Abinadab, y se la puso sobre una carreta nueva tirada por bueyes, y acompañada por dos de los hijos de Abinadab. Los hombres de Israel la seguían, con gritos de alabanza y de regocijo, y con cantos de júbilo, pues era una gran multitud de voces la que se unía a la melodía y el sonido de los instrumentos musicales. "Así David y toda la casa de Israel llevaban el arca de Jehová con júbilo y sonido de trompeta." (Véase 2 Samuel 6.) Hacía mucho que Israel no presenciaba semejante escena de triunfo. Con regocijo solemne, la enorme procesión iba serpenteando entre las colinas y los valles, hacia la ciudad santa. Pero "cuando llegaron a la era de Nachón, Uzza extendió la mano al arca de Dios, y túvola; porque los bueyes daban sacudidas. Y el furor de Jehová se encendió contra Uzza, e hiriólo allí Dios por aquella temeridad, y cayó allí muerto junto al arca de Dios." Un temor repentino se apoderó de la regocijada multitud. David se asombró y alarmó, y en su corazón puso en tela de juicio la justicia de Dios. El procuraba honrar el arca como símbolo de la presencia divina. ¿Por qué, entonces, se había mandado aquel terrible castigo para que cambiara la escena de alegría en una ocasión de dolor y luto? Creyendo que seria peligroso tener el arca cerca de sí, David resolvió dejarla donde estaba. Se encontró un lugar en las cercanías, en la casa del geteo Obed-edom. La suerte de Uzza fue un castigo divino por la violación de un mandamiento muy explícito. Por medio de Moisés el Señor había dado instrucciones especiales acerca de cómo transportar el arca. Sólo los sacerdotes, descendientes de Aarón, podían tocarla, o aun mirarla descubierta. El mandamiento divino era el siguiente: "Vendrán . . . los hijos de Coath para conducir: mas no tocarán cosa santa, que morirán." (Núm. 4: 15.) Los sacerdotes habían de cubrir el arca, y luego los coatitas debían levantarla mediante los palos que pasaban por los anillos de cada lado del arca, y que nunca se quitaban. A los hijos de Gersón y de Merari, que tenían a su cargo las cortinas y las tablas y los pilares del tabernáculo, Moisés les dio carretas y bueyes para que transportaran en éstas lo que se les había encomendado a ellos. "Y a los hijos de Coath no dio; porque llevaban sobre sí en los hombros el servicio del santuario." (Núm. 7: 9.) Así al traer el arca de Kiriath-jearim se habían pasado por alto en forma directa e inexcusable las instrucciones del Señor. David y su pueblo se habían congregado para llevar a cabo una obra sagrada, y la habían emprendido con corazón alegre y voluntario; pero el Señor no podía aceptar el servicio, porque no se cumplía de acuerdo con sus instrucciones. Los filisteos, que no conocían la ley de Dios, habían puesto el arca sobre una carreta cuando la devolvieron a Israel, y el Señor aceptó el esfuerzo que ellos habían hecho. Pero los israelitas tenían en sus manos una declaración precisa de lo que Dios quería en estos asuntos, y al descuidar estas instrucciones deshonraban a Dios. Uzza incurrió en la culpa mayor de presunción. Al transgredir la ley de Dios había aminorado su sentido de la santidad de ella, y con sus pecados inconfesos, a pesar de la prohibición divina, había presumido tocar el símbolo de la presencia de Dios. Dios no puede aceptar una obediencia parcial ni una conducta negligente con respecto a sus mandamientos. Mediante el castigo infligido a Uzza, quiso hacer comprender a todo Israel cuán importante es dar estricta obediencia a sus requisitos. Así la muerte de ese solo hombre, al inducir al pueblo a arrepentirse, había de evitar la necesidad de aplicar castigos a miles. Al ver caer a Uzza, David, reconociendo que su propio corazón no estaba del todo en armonía con Dios, tuvo temor al arca, no fuese que alguno de sus pecados le acarreara castigos. Pero Obed-edom, aunque se alegró temblando, dio la bienvenida al sagrado símbolo como garantía del favor de Dios a los obedientes. La atención de todo Israel se dirigió ahora hacia el geteo y su casa, para observar cómo les iría con el arca. "Y bendijo Jehová a Obed-edom y a toda su casa." La reprensión divina realizó su obra en David. Le indujo a comprender como nunca antes la santidad de la ley de Dios, y la necesidad de obedecerla estrictamente. El favor manifestado a la casa de Obed-edom infundió nuevamente en David la esperanza de que el arca pudiera reportarle bendiciones a él y a su pueblo.
Al cabo de tres meses, resolvió hacer un nuevo esfuerzo para transportar el arca, y esta vez tuvo especial cuidado de cumplir en todo detalle las instrucciones del Señor. Volvió a convocar a todos los hombres principales de la nación, y una congregación enorme se reunió alrededor de la morada del geteo. Con cuidado reverente se colocó el arca en los hombros de personas divinamente designadas; la multitud se puso en fila, y con corazones temblorosos los que participaban en la vasta procesión se pusieron en marcha. Cuando habían andado seis pasos, sonaba la trompeta mandando hacer alto. Por orden de David, se habían de ofrecer "un buey y un carnero grueso." El regocijo reinaba en lugar del temor entre la multitud. El rey había puesto a un lado los hábitos regios, y se había vestido de un efod de lino sencillo, como el que llevaban los sacerdotes. No quería indicar por este acto que asumía las funciones sacerdotales, pues el efod era llevado a veces por otras personas además de los sacerdotes. Pero en este santo servicio tomaba su lugar, ante Dios, en igualdad de condiciones con sus súbditos. En ese día debía adorarse a Jehová. Era el único que debía recibir reverencia. Nuevamente el largo séquito se puso en movimiento, y flotó hacia el cielo la música de arpas y cometas, de trompetas y címbalos, fusionada con la melodía de una multitud de voces. En su regocijo, David "saltaba con toda su fuerza delante de Jehová," al compás de la música. El hecho de que, en su alegría reverente, David bailó delante de Dios ha sido citado por los amantes de los placeres mundanos para justificar los bailes modernos; pero este argumento no tiene fundamento. En nuestros días, el baile va asociado con insensateces y festines de medianoche. La salud y la moral se sacrifican en aras del placer. Los que frecuentan los salones de baile no hacen de Dios el objeto de su contemplación y reverencia. La oración o los cantos de alabanza serían considerados intempestivos en esas asambleas y reuniones. Esta prueba debiera ser decisiva. Los cristianos verdaderos no han de procurar las diversiones que tienden a debilitar el amor a las cosas sagradas y a aminorar nuestro gozo en el servicio de Dios. La música y la danza de alegre alabanza a Dios mientras se transportaba el arca no se asemejaban para nada a la disipación de los bailes modernos. Las primeras tenían por objeto recordar a Dios y ensalzar su santo nombre. Los segundos son un medio que Satanás usa para hacer que los hombres se olviden de Dios y le deshonren. En seguimiento del símbolo de su Rey invisible, la procesión triunfal se aproximó a la capital. Se produjo entonces una explosión de cánticos, para pedir a los espectadores que estaban en las murallas que las puertas de la ciudad santa se abrieran de par en par: "Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, Y alzaos vosotras, puertas eternas, Y entrará el Rey de gloria." Un grupo de cantantes y músicos preguntó: "¿Quién es este Rey de gloria?" Y de otro grupo partió la respuesta: "Jehová el fuerte y valiente, "Jehová el fuerte y el valiente, Jehová el poderoso en batalla." Entonces centenares de voces, al unísono, se unieron al coro triunfal: "Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, Y alzaos vosotras, puertas eternas, Y entrará el Rey de gloria." Nuevamente se oyó la regocijada pregunta: "¿Quién es este Rey de gloria?" Y "como ruido de muchas aguas" se oyó la voz de la gran multitud en contestación, arrobada: "Jehová de los ejércitos, El es el Rey de la gloria." (Sal. 24: 7-10.) Entonces las puertas se abrieron de par en par; entró la procesión, y con temor reverente se depositó el arca en la tienda que había sido preparada de antemano para recibirla. Delante del recinto sagrado, se habían erigido altares para los sacerdotes y ascendió al cielo el humo de los holocaustos y de las ofrendas de paz con las nubes de incienso y las alabanzas y las súplicas y oraciones de Israel. Terminado el servicio, el rey mismo pronunció una bendición sobre el pueblo. Luego con generosidad regia hizo distribuir regalos de alimentos y de vino para su refrigerio. Todas las tribus habían estado representadas en este servicio, cuya celebración había sido el acontecimiento más sagrado que hasta entonces señalara el reinado de David. El Espíritu de la inspiración divina había reposado sobre el rey, y mientras los últimos rayos del sol poniente bañaban el tabernáculo con luz santificada elevó él su corazón en gratitud hacia Dios porque el símbolo bendito de su presencia estaba ahora tan cerca del trono de Israel. Meditando así, David se volvió hacia su palacio, "para bendecir su casa." Pero alguien había presenciado la escena de regocijo con un espíritu muy diferente del que impulsó el corazón de David. "Y como el arca de Jehová llegó a la ciudad de David, aconteció que Michal hija de Saúl, miró desde una ventana, y vio al rey David que saltaba con toda su fuerza delante de Jehová: y menosprecióle en su corazón." En la amargura de su ira, ella no pudo aguardar el regreso de David al palacio, sino que salió a su encuentro, y cuando él la saludó bondadosamente, soltó un torrente de palabras amargas pronunciadas en tono mordaz, diciendo: "¡Cuán honrado ha sido hoy el rey de Israel, desnudándose hoy delante de las criadas de sus siervos, como se desnudara un juglar!" David consideró que Mical había menospreciado y deshonrado el servicio de Dios, y le contestó severamente: "Delante de Jehová, que me eligió más bien que a tu padre y a toda tu casa, mandándome que fuese príncipe sobre el pueblo de Jehová, sobre Israel, danzaré delante de Jehová. Y aún me haré más vil que esta vez, y seré bajo a mis propios ojos y delante de las criadas que dijiste, delante de ellas seré honrado." Al reproche de David se agregó el del Señor: A causa de su orgullo y arrogancia, Mical "nunca tuvo hijos hasta el día de su muerte." Las ceremonias solemnes que acompañaron el traslado del arca habían hecho una impresión duradera sobre el pueblo de Israel, pues despertaron un interés más profundo en el servicio del santuario y encendieron nuevamente su celo por Jehová. Por todos los medios que estaban a su alcance, David trató de ahondar estas impresiones. El servicio de canto fue hecho parte regular del culto religioso, y David compuso salmos, no sólo para el uso de los sacerdotes en el servicio del santuario, sino también para que los cantara el pueblo mientras iba al altar nacional para las fiestas anuales. La influencia así ejercida fue muy abarcante, y contribuyó a liberar la nación de las garras de la idolatría. Muchos de los pueblos vecinos, al ver la prosperidad de Israel, fueron inducidos a pensar favorablemente en el Dios de Israel, que había hecho tan grandes cosas para su pueblo. El tabernáculo construido por Moisés, con todo lo que pertenecía al servicio del santuario, a excepción del arca, estaba aún en Gabaa. David quería hacer de Jerusalén el centro religioso de la nación. Había construido un palacio para si, y consideraba que no era apropiado que el arca de Dios reposara en una tienda. Resolvió construirle un templo de tal suntuosidad que expresara cuánto apreciaba Israel el honor otorgado a la nación con la presencia permanente de su Rey Jehová. Cuando comunicó su propósito al profeta Natán, recibió esta respuesta alentadora: "Anda, y haz todo lo que está en tu corazón, que Jehová es contigo." Pero esa noche llegó a Natán la palabra de Jehová y le dio un mensaje para el rey. David no había de tener el privilegio de construir una casa para Dios, pero le fue asegurado el favor divino, a él, a su posteridad y al reino de Israel: "Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Yo te tomé de la majada, de detrás de las ovejas, para que fueses príncipe sobre mi pueblo, sobre Israel; y he sido contigo en todo cuanto has andado, y delante de ti he talado todos tus enemigos, y te he hecho nombre grande, como el nombre de los grandes que son en la tierra. Además yo fijaré lugar a mi pueblo Israel, yo lo plantaré, para que habite en su lugar, y nunca más sea removido, ni los inicuos le aflijan mas, como antes." (Véase 2 Samuel 7.) Como David había deseado construir una casa para Dios, le fue hecha esta promesa: "Jehová te hace saber, que él te quiere hacer casa. . . . Yo estableceré tu simiente después de ti. . . . El edificará casa a mi nombre, y yo afirmaré para siempre el trono de su reino." La razón por la cual David no había de construir el templo fue declarada así: "Tú has derramado mucha sangre, y has traído grandes guerras: no edificarás casa a mi nombre, . . . he aquí, un hijo te nacerá, el cual será varón de reposo, porque yo le daré quietud de todos sus enemigos; . . . su nombre será Salomón [pacífico]; y yo daré paz y reposo sobre Israel en sus días: él edificará casa a mi nombre." (1 Crón. 22: 8-10.) Aunque le fue negado el permiso para ejecutar el propósito que había en su corazón, David recibió el mensaje con gratitud "Señor Jehová -exclamó,- ¿quién soy yo, y qué es mi casa, para que tú me traigas hasta aquí? Y aun te ha parecido poco esto, Señor Jehová, pues que también has hablado de la casa de tu siervo en lo por venir," y renovó su pacto con Dios. David sabía que sería un honor para él, y que reportaría gloria a su gobierno, el llevar a cabo la obra que se había propuesto en su corazón; pero estaba dispuesto a someterse a la voluntad de Dios. Muy raras veces se ve aun entre los cristianos la resignación agradecida que él manifestó. ¡Cuán a menudo los que sobrepasaron los años de más vigor en la vida se aferran a la esperanza de realizar alguna gran obra a la que aspiran de todo corazón, pero para la cual no están capacitados! Es posible que la providencia de Dios les hable, tal como le habló su profeta a David y les advierta que la obra que tanto desean no les ha sido encomendada. Les toca preparar el camino para que otro realice la obra. Pero en vez de someterse con agradecimiento a la dirección divina, muchos retroceden como si fueran menospreciados y rechazados, y deciden que si no pueden hacer lo que desean, no harán nada. Muchos se aferran con energía desesperada a responsabilidades que son incapaces de llevar y en vano procuran hacer algo imposible para ellos, mientras descuidan lo que pudieran hacer. Y por falta de cooperación, la obra mayor es estorbada o se frustra. En su pacto con Jonatán, David había prometido que cuando tuviera descanso de sus enemigos, manifestaría bondad hacia la casa de Saúl. En su prosperidad, teniendo en cuenta este pacto, el rey preguntó: "¿Ha quedado alguno en la casa de Saúl, a quien haga yo misericordia por amor de Jonathán?" (Véase 2 Samuel 9, 10.) Se le habló de un hijo de Jonatán, Mefi-boseth, quien había sido cojo desde la niñez. En la fecha de la derrota de Saúl, por los filisteos en la llanura de Jezreel, la nodriza de este niño, tratando de huir con el lo había dejado caer, y como consecuencia quedó él lisiado para toda la vida. David hizo traer al joven a la corte, y le recibió con mucha bondad. Se le devolvieron las propiedades particulares de Saúl para el mantenimiento de su casa; pero el hijo de Jonatán había de ser huésped permanente del rey y sentarse diariamente a la mesa real. Los informes propalados por los enemigos de David, habían creado en Mefi-boseth fuertes prejuicios contra él y lo consideraba usurpador, pero la recepción generosa y cortés que le acordó el monarca, y sus bondades continuas ganaron el corazón del joven; se hizo muy amigo de David, y como su padre Jonatán, se convenció de que tenia el mismo interés que el rey escogido por Dios. Una vez que David se hubo afianzado en el trono de Israel, la nación gozó de un largo periodo de paz. Los pueblos vecinos, viendo la fortaleza y la unidad del reino, no tardaron en creer prudente desistir de las hostilidades abiertas; y David, ocupado con la organización y el desarrollo de su reino, evitó toda guerra agresiva. Sin embargo, hizo finalmente la guerra a los viejos enemigos de Israel, los filisteos, y a los moabitas, y logró la victoria sobre ambos pueblos y los sujetó a tributo. Todas las naciones vecinas formaron entonces contra David una gran coalición, que dio origen a las mayores guerras y victorias de su reinado, y al mayor incremento de su poder. Esta alianza hostil, que surgió en realidad de los celos inspirados por el creciente poder de David, no había sido provocada por él, sino que nació de estas circunstancias: Llegaron a Jerusalén noticias de la muerte de Naas, rey de los amonitas y monarca que había sido bondadoso con David cuando éste huía de la ira de Saúl. Deseando expresar su aprecio agradecido del favor que se le había hecho cuando estaba en desgracia, David envió una embajada de condolencia a Hanún, hijo y sucesor del rey amonita. "Y dijo David: Yo haré misericordia con Hanún, hijo de Naas, como su padre la hizo conmigo." Pero su acto de cortesía fue mal interpretado. Los amonitas aborrecían al verdadero Dios, y eran acerbos enemigos de Israel. La aparente bondad de Naas para con David había sido motivada enteramente por la hostilidad hacia Saúl, rey de Israel. Los consejeros de Hanún torcieron el significado del mensaje de David. "Dijeron a Hanún su señor: ¿Te parece que por honrar David a tu padre te ha enviado consoladores? ¿no ha enviado David sus siervos a ti por reconocer e inspeccionar la ciudad, para destruirla?" Medio siglo antes las instrucciones de sus consejeros indujeron a Naas a imponer sus crueles condiciones al pueblo de Jabes de Galaad, cuando la sitiaban los amonitas, y sus habitantes solicitaron un pacto de paz. Naas había exigido que se sometieran todos a que se les sacase el ojo derecho. Los amonitas aun recordaban vívidamente cómo el rey de Israel había frustrado aquel cruel propósito, y había rescatado a la gente a la que ellos querían humillar y mutilar. Los animaba todavía el mismo odio hacia Israel. No podían concebir el espíritu generoso que había inspirado el mensaje de David. Cuando Satanás domina las mentes humanas, las incita a la envidia y las sospechas para que interpreten mal las mejores intenciones. Escuchando a sus consejeros, Hanún consideró a los mensajeros de David como espías, y los abrumó de desprecios e insultos. A los amonitas se les permitió ejecutar sin restricción los malos designios de su corazón, para que su verdadero carácter fuese revelado a David. Dios no quería que Israel se coligara con ese pueblo pagano y pérfido. En los tiempos antiguos, como ahora, el cargo de embajador era considerado sagrado. De conformidad con el derecho universal de las naciones, aseguraba protección contra la violencia y los insultos personales. El embajador era representante de su soberano, y cualquier indignidad que se le infligiese exigía prontas represalias. Sabiendo los amonitas que el insulto hecho a Israel sería seguramente vengado, hicieron preparativos para la guerra. "Y viendo los hijos de Ammón que se habían hecho odiosos a David, Hanán y los hijos de Ammón enviaron mil talentos de plata, para tomar a sueldo carros y gente de a caballo de Siria de los ríos, y de la Siria de Maachá, y de Soba. Y tomaron a sueldo treinta y dos mil carros. . . . Y juntáronse también los hijos de Ammón de sus ciudades, y vinieron a la guerra." (1 Crón. 19: 6, 7.) Era en verdad una alianza formidable. Los habitantes de la región situada entre el río Eufrates y el Mediterráneo habían hecho una liga con los amonitas. Había al norte y al este de Canaán enemigos armados, unidos para aplastar a Israel. Los hebreos no esperaron que fuera invadido su país. Sus fuerzas, bajo el mando de Joab, cruzaron el Jordán y avanzaron hacia la capital amonita. Mientras el capitán hebreo dirigía su ejército al campo, procuró asentarlo para el conflicto, diciéndole: "Esfuérzate, y esforcémonos por nuestro pueblo, y por las ciudades de nuestro Dios; y haga Jehová lo que bien le pareciera." (Vers. 13.) Las fuerzas unidas de los aliados fueron vencidas en el primer encuentro. Pero aun no estaban dispuestas a renunciar a la lucha, y el año siguiente reanudaron la guerra. El rey de Siria reunió sus fuerzas, y amenazó a Israel con un ejército enorme. David, dándose cuenta de cuánto dependía del resultado de esta lucha, se encargó personalmente de la campaña, y por la bendición de Dios infligió a los aliados una derrota tan desastrosa que los sirios, desde el Líbano hasta el Eufrates, no sólo renunciaron a la guerra, sino que pagaron tributo a Israel. David prosiguió con vigor la guerra contra Ammón, hasta que cayeron sus fortalezas y toda la región quedó bajo el dominio de Israel. Los peligros que habían amenazado a la nación con la destrucción total, resultaron, mediante la providencia de Dios, en medios de llevarla a una grandeza sin precedente. Al conmemorar sus notorios libramientos, David cantó así: "Viva Jehová, y sea bendita mi roca; Y ensalzado sea el Dios de mi salud: El Dios que me da las venganzas, Y sujetó pueblos a mí. Mi libertador de mis enemigos: Hicísteme también superior de mis adversarios; librásteme de varón violento. Por tanto yo te confesaré entre las gentes, oh Jehová, y cantaré a tu nombre. El cual engrandece las saludes de su rey, Y hace misericordia a su ungido, a David y a su simiente, para siempre." (Sal. 18: 46-50.) Y mediante los cantos de David se inculcó al pueblo el pensamiento de que Jehová era su fortaleza y su libertador: "El rey no es salvo con la multitud del ejército: No escapa el valiente por la mucha fuerza. Vanidad es el caballo para salvarse: Por la grandeza de su fuerza no librará." "Tú, oh Dios, eres mi Rey: manda saludes a Jacob por medio de ti sacudiremos a nuestros enemigos: En tu nombre atropellaremos a nuestros adversarios. Porque no confiaré en mi arco, Ni mi espada me salvará. Pues tú nos has guardado de nuestros enemigos, Y has avergonzado a los que nos aborrecían." "Estos confían en carros, y aquellos en caballos: Mas nosotros del nombre de Jehová nuestro Dios tendremos memoria." (Sal. 33: 16, 17; 44: 4-7; 20: 7.) El reino de Israel había alcanzado ahora en extensión el cumplimiento de la promesa hecha a Abrahán, y repetida después a Moisés: "A tu simiente daré esta tierra desde el río de Egipto hasta el río grande, el río Eufrates." (Gén. 15: 18; Deut. 11: 22-25.) Israel se había convertido en una nación poderosa, respetada y temida de los pueblos vecinos. En su propio reino, el poder de David se había hecho muy grande. Gozaba de los afectos y de la lealtad de su pueblo como muy pocos soberanos, de cualquier época, los han podido gozar. Había honrado a Dios, y ahora Dios le honraba a él. Pero en medio de la prosperidad acechaba el peligro. En la época de mayor triunfo exterior, David estaba en mayor de los peligros, y sufrió la derrota más humillante de su vida.